martes, 21 de mayo de 2013

TACORONTE 100 AÑOS DE HISTORIA EN IMAGENES





Prólogo
Quien visite el Tacoronte pujante de hoy, apenas puede hacerse idea de lo que era el Taco-ronte de los años 20-30 del siglo pasado. Por eso he aceptado la invitación de Enrique Acosta Dorta para escribir un prólogo en la segunda entrega de sus notables aportaciones a la His­toria de la Ciudad.
Pienso que la perspectiva que me presta mi lejanía física de Tacoronte, en el tiempo y en el espacio, además de mis recuerdos, pueda ser de interés para quien quiera conocer la evolución de ese entrañable pedazo de la isla, que tiene algo misterioso que convierte en irrompibles los víncu­los que te unen al terruño.
El 18 de julio de 1936 el calor era casi insoportable. Junto con un amigo —permítanme que no mencione un solo nombre en todo lo que sigue— decidimos irnos caminando a El Pris, para ba­ñarnos en el mar. Nos fuimos, por supuesto, caminando. Toda una excursión.
Regresábamos a La Estación al caer la tarde: una tarde cárdena, calurosa, bellísima, como pueden ser las puestas de sol en Tacoronte.
Al llegar a la esquina de la Carretera Nueva con la Calle de La Amargura nos encontramos con otros amigos:
—¿Saben lo que ha pasado?
—No.
—Ha estallado un movimiento.
¿Y eso qué es? —preguntamos.
¡Que se han sublevado unos militares!
—Bueno, será cuestión de unos días —contestamos.
Y seguimos caminando. Poco me podía imaginar que esta conversación era sólo el prólogo de acontecimientos que me llevarían a tener que abandonar Tacoronte, para siempre, en unión de mi familia. Digo más: a cambiar toda mi vida.
En los años 20-30 Tacoronte no tenía una estructura urbana propiamente dicha: era un agre­gado de núcleos urbanos de pequeño tamaño, algunos, incluso, mal comunicados. Ir al Lomo Co­lorado, cuando había llovido, era muy problemático: subir a Agua García requería una excursión planificada y hasta difícil.
Tacoronte es una escalera que se extiende desde la cumbre hasta el mar. Los escalones natu­rales han sido modificados por el hombre, en muchos casos, para facilitar su cultivo.
La mezcla que resultaba era tan singular que recuerdo la opinión de un veraneante de Santa Cruz a quien su familia trasladaba en contra de su voluntad:
—¿Qué me dice usted de Tacoronte?
— ¡Tacoronte! ¡Tacoronte no existe. Tacoronte es un mito del Cabildo!
Se llegaba a Tacoronte, desde La Laguna, entrando por Los Naranjeros. Si todo Tacoronte era bonito, Los Naranjeros era un auténtico vergel. Agrupados en un pequeño núcleo de casas viví­an alrededor de la Montaña del Picón y de la trilladora, una de las primeras cooperativas que re­cuerdo. La gente de Los Naranjeros era amable, más culta que la masa del pueblo y mucho más emprendedora. Con estas cualidades ambientales y humanas no era de extrañar que se fundara allí el primer campo de Golf de las Islas.
Poco después de Los Naranjeros el viajero llegaba al barrio de El Cantillo. El Cantillo era un barrio singular. La mayor parte de sus moradores eran artesanos; era uno de los centros comer­ciales más importantes de la Ciudad y destacaba por su gran sentido de la convivencia y solidari­dad. Su Casino, el «Unión y Recreo», era modelo de estabilidad y organización. Como no podía ser menos, más adelante se fundó, también en El Cantillo, el primer equipo de fútbol de Tacoronte.
Desde El Cantillo se llegaba al barrio de La Estación, verdadero cordón umbilical de Taco­ronte. El nombre de La Estación le venía de la existencia de un enorme hangar donde estaba la ofi­cina del tranvía y donde se guardaban todas las noches las unidades que hacían el trayecto La La-guna-Tacoronte. Alrededor de La Estación estaban el telégrafo, la casa del médico —mi padre—, la farmacia —única— un par de gasolineras y un par de cafés de cierto empaque. De La Estación partía hacia Tejina la Carretera Nueva. En su comienzo nos encontramos con lo que podemos con­siderar el núcleo industrial de Tacoronte: el taller de carrocerías y guaguas más importante de la Isla, y el único taller mecánico de la Ciudad.
La Estación estaba muy influenciada por sus contactos con el exterior. Aún me veo asoma­do a la ventana de mi casa contemplando el paso de los automóviles de alquiler —la palabra taxi llegó más tarde— llenos de turistas que subían desde Santa Cruz para visitar La Orotava y el Puer­to de la Cruz. Casi todos paraban en La Estación para repostar gasolina y hacer un descanso.
En sentido contrario pasaban los grandes camiones, de ruedas macizas, que hacían un ruido inconfundible, llenos de plátanos, con destino al muelle de Santa Cruz para su exportación.
A estos contactos exteriores se unían vínculos estrechos con La Habana de la época. Varios indianos, como se llamaba entonces a los emigrantes a Cuba, enviaban revistas que traían informa-

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