Prólogo
Quien
visite el Tacoronte pujante de hoy, apenas puede hacerse idea de lo que era el
Taco-ronte de los años 20-30 del siglo
pasado. Por eso he aceptado la invitación de Enrique Acosta Dorta para escribir un prólogo en la
segunda entrega de sus notables aportaciones a la Historia de la Ciudad.
Pienso que la perspectiva que me presta mi lejanía
física de Tacoronte, en el tiempo y en el espacio, además
de mis recuerdos, pueda ser de interés para quien quiera conocer la evolución
de ese entrañable pedazo de la isla, que tiene algo misterioso que convierte en
irrompibles los vínculos que te unen al terruño.
El 18 de julio de 1936 el calor era casi
insoportable. Junto con un amigo —permítanme que no mencione un solo nombre en
todo lo que sigue— decidimos irnos caminando a El Pris, para bañarnos
en el mar. Nos fuimos, por supuesto, caminando. Toda una excursión.
Regresábamos a La Estación al caer la
tarde: una tarde cárdena, calurosa, bellísima, como pueden ser las puestas de
sol en Tacoronte.
Al
llegar a la esquina de la
Carretera Nueva con la Calle de La Amargura nos encontramos con otros amigos:
—¿Saben lo que ha
pasado?
—No.
—Ha estallado un
movimiento.
—¿Y eso qué es? —preguntamos.
—¡Que se han sublevado unos militares!
—Bueno, será
cuestión de unos días —contestamos.
Y
seguimos caminando. Poco me podía imaginar que esta conversación era sólo el
prólogo de acontecimientos que me llevarían
a tener que abandonar Tacoronte, para siempre, en unión de mi familia.
Digo más: a cambiar toda mi vida.
En los años 20-30 Tacoronte no tenía una estructura
urbana propiamente dicha: era un agregado de núcleos urbanos de pequeño tamaño, algunos, incluso, mal
comunicados. Ir al Lomo Colorado, cuando había llovido, era muy problemático:
subir a Agua García requería una excursión planificada y hasta difícil.
Tacoronte es una escalera que se extiende desde la
cumbre hasta el mar. Los escalones naturales han sido modificados por el hombre, en muchos casos, para
facilitar su cultivo.
La mezcla que resultaba era tan singular que
recuerdo la opinión de un veraneante de Santa Cruz a quien su familia trasladaba en contra de su voluntad:
—¿Qué me dice usted
de Tacoronte?
— ¡Tacoronte!
¡Tacoronte no existe. Tacoronte es un mito del Cabildo!
Se llegaba a Tacoronte, desde La Laguna, entrando por Los
Naranjeros. Si todo Tacoronte era bonito, Los
Naranjeros era un auténtico vergel. Agrupados en un pequeño núcleo de casas
vivían alrededor de la Montaña del Picón y de la
trilladora, una de las primeras cooperativas que recuerdo. La gente de Los Naranjeros era amable, más culta que la masa
del pueblo y mucho más emprendedora. Con estas cualidades ambientales y humanas
no era de extrañar que se fundara allí el primer campo de Golf de las Islas.
Poco después de Los Naranjeros el viajero llegaba al
barrio de El Cantillo. El Cantillo era un barrio singular. La mayor parte de sus moradores eran artesanos;
era uno de los centros comerciales más importantes de la Ciudad y destacaba por su
gran sentido de la convivencia y solidaridad. Su Casino, el «Unión y Recreo», era modelo de estabilidad y
organización. Como no podía ser menos, más
adelante se fundó, también en El Cantillo, el primer equipo de fútbol de
Tacoronte.
Desde El Cantillo se llegaba al barrio de La Estación, verdadero
cordón umbilical de Tacoronte. El nombre de La Estación le venía de la
existencia de un enorme hangar donde estaba la oficina del tranvía y donde se guardaban todas las noches las unidades
que hacían el trayecto La La-guna-Tacoronte. Alrededor de La Estación estaban el
telégrafo, la casa del médico —mi padre—, la farmacia —única— un par de gasolineras y un par de cafés de cierto
empaque. De La Estación
partía hacia Tejina la
Carretera Nueva. En su comienzo nos encontramos con lo que
podemos considerar el núcleo industrial
de Tacoronte: el taller de carrocerías y guaguas más importante de la Isla, y el único taller mecánico de la Ciudad.
La Estación estaba muy influenciada por sus contactos con el
exterior. Aún me veo asomado a la ventana de mi casa contemplando el paso de
los automóviles de alquiler —la palabra taxi llegó más tarde— llenos de
turistas que subían desde Santa Cruz para visitar La Orotava y el Puerto de la Cruz. Casi todos
paraban en La Estación
para repostar gasolina y hacer un descanso.
En sentido contrario pasaban los grandes camiones,
de ruedas macizas, que hacían un ruido inconfundible, llenos de plátanos, con destino al muelle de Santa Cruz
para su exportación.
A estos contactos exteriores se unían vínculos
estrechos con La Habana
de la época. Varios indianos, como se llamaba entonces a los emigrantes a Cuba,
enviaban revistas que traían informa-
No hay comentarios:
Publicar un comentario