PROLOGO
Los que me conocen
saben de mi amor a La Palma. Los compañeros y amigos soportan mi filia palmera: lo detecto en sus miradas
cómplices y resignadas, cada vez que me
brindan la oportunidad de hablar de mi Isla. Si el asunto afecta a Mazo -coloquialmente nunca es Villa de Mazo-, sólo
los más pacientes resisten la perorata, que
inevitablemente se tiñe de nostalgia, de recuerdos infantiles y aventuras juveniles, difíciles de comprender
por aquéllos que no han compartido o sufrido en
carne propia el desarraigo del terruño que les vio nacer y crecer, en un
ambiente cargado de dificultades, pero también lleno de cariño, humanidad y
esperanzas.
Vivir es arrostrar
el futuro, lo sé; pero por qué no disfrutar también con los recuerdos del pasado: ¿acaso eso no es también vivir? Estoy
convencido de que lo es. En cualquier caso,
resulta difícil hablar de Arqueología sin mirar atrás.
Tras esta confesión inicial, no resulta
difícil comprender la satisfacción que me produjo
la invitación del Dr. F. Jorge País País para prologar su libro sobre El Bando prehispánico de
Tigalate-Mazo. Jorge pertenece al grupo de generosos que siempre me escuchan y conoce mi debilidad palmera. Sabía que no me podía negar, aunque mis
credenciales arqueológicas fueran nulas. Por
mi parte confieso que escribir estas líneas no me resulta fácil pues, tras el sí eufórico del corazón, llega
el prurito reflexivo del no de la razón, consciente
de que el tema se escapa a mis conocimientos. Una vez más, tratándose de La Palma y de mi pueblo natal, el
corazón pudo con la razón. Clemencia a los críticos que no saben de amor; los
que lo conocen saben que éste es ciego y su reproche siempre será piadoso.
A Jorge País lo conocí hace años, en un curso sobre
naturaleza y cultura palmera coorganizado
por el Cabildo Insular y el vicerrectorado de Extensión Universitaria de la
Universidad de La Laguna. Nada más escucharlo cautivó mi atención con su documentada charla sobre Arqueología
de La Palma y de un modo particular por su profundo conocimiento de la idiosincrasia y cultura popular insular. Manejaba
los datos con el rigor y 1; naturalidad propia
de quien está seguro de sus conocimientos, no por haberlos estudiado en fuentes bibliográficas, sino por
haberlos vivido y ser parte activa de la génesis
de esas fuentes. Mi impresión la corroboré al día siguiente en una excursión por la geografía insular. Descubrí
entonces al arqueólogo de campo, al caminante incansable, que daba nombre a
hoyas, lomas, cuevas, montañas, barrancos,
cabocos, etc., con la familiaridad y precisión que únicamente posee el que ha
dedicado mucho tiempo a recorrerlos. Salpicaba sus comentarios arqueológicos con anécdotas que desvelaban esa profunda
experiencia de campo: las dificultades vividas en los derriscaderos costeros; las inolvidables horas compartidas con
cabreros solitarios; el desasosiego de
senderos impracticables envueltos en el embriagador aroma de codesos en la cumbre; la incomprensión del
propietario o la tozudez del palista que no
saben -ni quieren saber- de cabanas, ni paraderos pastoriles; la emoción contenida del hallazgo de un nuevo
petroglifo... En resumen, de encantos y
desencantos, realidades y deseos, que siempre se describen y saborean mejor en el marco de la naturaleza que
entre las frías paredes de un aula.
Estoy seguro de que los
lectores de este libro sobre el patrimonio arqueológico y los modos de vida de los primitivos benahoaritas de
Villa de Mazo compartirán conmigo esta
pincelada sobre las características profesionales del autor. Repasar sus páginas equivale a un recorrido
exhaustivo por la geografía y prehistoria
del municipio, narradas con minuciosa exactitud, especialmente cuando la riqueza arqueológica del territorio así
lo demanda.
Nada voy a decir
sobre los distintos apartados que componen los capítulos del libro. Todos son
interesantes para cuantos quieran conocer mejor la génesis y
evolución de la historia del Bando prehispánico de Tigalate-Mazo, que en opinión del autor se ajusta bastante a la actual
delimitación del municipio de Villa
de Mazo. Sólo voy a reflejar algunas reflexiones personales motivadas por su lectura.
Lamentablemente en muchas
ocasiones se descubre la belleza y utilidad de las cosas demasiado tarde; casi
cuando se nos escapan o ya no tenemos
posibilidad de dedicarles la atención que se merecen. Algo así nos ocurre a los de "ciencias" con la Historia. Se
nos presentaba como una materia complementaria,
cuando no un estorbo inútil, que mermaba la atención que debíamos prestar a las "fundamentales"
matemáticas, física o química, que
por sus contenidos científicos más actuales estaban
llamadas a resolvernos todos los
problemas del futuro. Crasa ignorancia olvidar las enseñanzas del pasado y pensar que las soluciones a los problemas
cotidianos siempre están por descubrir
de la mano de nuevos planteamientos o tecnologías. Olvidamos que a menudo
éstos nos resuelven uno y nos crean dos, y olvidamos también que muchos de los problemas actuales ya los sufrieron
generaciones pasadas y los resolvieron
con inteligencia, negociando y consensuando discrepancias, como Juguiro y Garehagua, juntando y no desuniendo.
Comprendo las dificultades que para los
prehistoriadores debe presentar el
reconocimiento del Bando de Tigalate-Mazo y sus límites con los contiguos porque éstos debían ser -y continúan
siendo- difusos desde el punto de vista
biogeográfico y cultural, hasta el extremo de que es posible detectar
disyunciones más profundas entre las dos comarcas del cantón de Tigalate, que entre éstas y sus respectivos bandos
limítrofes (Tedote y Ahenguareme). Villa
de Mazo comienza en Rosas y termina en Flores; poético sí, pero resulta que en la delimitación de los
territorios siempre hay conflictos porque,
además de los límites legales objetivos, hay otros bióticos o culturales más etéreos y subjetivos. Yo reconozco
a Mazo con el olfato; más por sus
características organolépticas que por sus límites políticos. En serio, cada vez que desciendo del avión en el
Aeropuerto, reconozco el aire de La Bajita, de
las maltrechas puntas de El Ganado y Libra de Pan y, si me esfuerzo, hasta de la cueva de Pablo Concha
sepultada por el Aeropuerto en La Caleta de El Palo -que tuvo, sin duda, un
gran valor arqueológico-. ¡Cómo no voy a reconocer las calas donde aprendí a
nadar, que para un isleño es tan
importante como aprender a caminar! O es acaso posible olvidar los caminos reales de la infancia, recorridos
con las incomprensibles prisas del padre y
la siempre adorable parsimonia del abuelo, que ponían nombres hasta a las lajas del empedrado del camino e
imaginaban ríos o charcos que, con astucia, nos hacían sortear para no
llevarnos en brazos. Eso jamás se
olvida, y hoy una de mis pasiones favoritas cuando vuelvo a La Palma es volver a recorrer esos caminos y,
saltando como antaño, fabu-lar entre las
piedras desgastadas que han resistido al asfalto. Las piedras de las "calzadas de la Iglesia", por ejemplo,
son para mí tan inolvidables como las misas de la Luz o las naranjas que, sin
permiso, cogíamos en el trayecto a la tenue
luz de la luna en las claras y frías madrugadas de invierno.
Con algunos pasajes del libro
de Jorge he disfrutado tanto como con los recuerdos que ahora acabo de reflejar. Un libro que me ha
descubierto […]
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