la magia
de una ciudad
Los griegos tuvieron conocimiento
de Canarias por los
fenicios, que en el pasado del pasado situaron a estas tierras más allá de las Columnas de
Hércules, el actual Estrecho
de Gibrattar, como la frontera
del mundo conocido, tras la cual se abría el mar tenebroso y por donde los bajetes no se aventu
raban
por creerlo infectado de dragones; pero aquellos que pasaron y anclaron, no
dudaron en llamarla tierra del placer y de la
alegría, mansión voluptuosa y de júbilo.
No es, pues, de extrañar, que con testimonios tan extraordinarios,
la auténtica historia se mitificara, contribuyendo
a ello poetas, escritores e historiadores
que con sus fantásticas descripciones divulgaron umversalmente su fama.
Tampoco hay que olvidar que estando considerada como el paraíso terrenal,
subyugara el pensamiento de científicos como Pie-rre Termier, que acaba animando a románticos y soñadores, porque la ciencia no condena a los enamorados de las bellas leyendas por creer que
las cimas emergidas son las del
continente hundido y que con el
Teide por bandera preside nuestro archipiélago canario.
Desde la mansión de los
dioses, el gran Olimpo auspició a los elegidos para prodigar sus mitos: Hornero
sitúa los Campos Elíseos adonde eran conducidas
las almas de los héroes muertos; Horacio, la tierra donde sin necesidad
de arado produce pan y todo género de
frutos; Virgilio, que en su cielo puro
y esplendoroso baña los campos con luz purpúrea;
Luciano, que su temperatura es incomparable y donde reina una eterna
primavera; Herodoto señala que allí
termina el mundo, donde está el Jardín
de las Hespérides que produce manzanas de
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