sábado, 6 de julio de 2013

PALABRA DE AMAZIGH





PRÓLOGO
NADA MÁS QUE TODO UN HOMBRE
por Rafael Inglott
Tras la lectura de un artículo que tal vez figure en este libro, alguien que no conoce personalmente a Víctor Ramírez me devuelve el periódico y sentencia con aire displicente: "Un buen escritor, lo reconozco, pero sobre todo un gran ingenuo", No me molesto en contestarle; la verdad, como ocurre tantas veces, se ha puesto a hablar por su boca sin apenas él saberlo.
"Ingenuo", "ingenuidad", son expresiones con un hermoso pasado. Los romanos les acordaron una de­notación muy precisa -tanto, que con el tiempo se nos ha vuelto bastante arcaica-, pero añadieron connota­ciones que todavía hoy sobreviven en los diccionarios.
Lo denotado remitía en primera instancia a la voz ingignere, cuya acepción más vulgar es la de "nacer". Ingenuus era el nacido en el lugar, es decir, el nativo. A partir de aquí la lengua del imperio, con esa queren­cia de verdad que sin duda alienta en cada lengua, al­canza una estatura muy superior a los designios del ha­blante.
Me explico. Entre los innumerables entresijos que componen la historia de la civitas -esa historia que irremediablemente nos marca y nos ordena- hay dos formas complementarias de degradación que el nativo inexpugnado todavía no ha llegado a conocer. Una de ellas es el doblegamiento. Otra, su pariente más cer­cano, la doblez.
Con el correr de los siglos, la expresión ingenuus pasará a connotar este binomio que tan cabalmente caracteriza la integridad primordial del hombre no colonizado: por un lado la nobleza, por otro la li­bertad. Paradojas de la lengua.
La de los conquistadores acabará por reconocer en el nativo esas dos condiciones que la metrópolis irá volviendo definitivamente raras, excelsas, impagables, a fuerza de destruirlas con su maquinaria de sometimien­to. 'Libre''y fsin malear' son todavía dos acepciones que la Real Academia recoge de forma inequívoca bajo la locución "ingenuo".
Esta vertiente más acreditada y cada vez más impro­bable del íngenuus -la que nos muestra al hombre sin ataduras ni solapamientos- se manifiesta con asombro­sa pujanza en Víctor Ramírez. No es la suya, ni remo­tamente, la ingenuidad del buen salvaje. Quienes lo hemos visto moverse con el balón entre los pies sabe­mos de su infinita malicia en anticiparse a las inten­ciones del contrario, de su discernimiento al leer contra corriente la marcha del partido, de su facilidad para in­ventar huecos clamorosos que la obcecación, la codi­cia, la petulante impavidez de otros delanteros no siempre supo reconocer ni aprovechar.
(Conste que no todo es metáfora. Víctor aporta una sabiduría penetrante e implacable a todo aquello que se ha propuesto ser en la vida: futbolista, narrador, com­pañero, ensayista, contertulio, docente, crítico social,
dibujante, luchador de las ideas, padre, amigo, maes­tro...).
Y sin embargo hay quienes piensan que es un inge­nuo por creer en lo que cree, por repetirlo a todo tran­ce y a todas horas. Y se le desdeña, se le silencia o se le compadece por "sacrificar de forma tan ilusa" un talen­to que nadie se atreve a poner en duda.
Por eso, aunque no siempre me identifique con los pronunciamientos que figuran en las páginas de este li­bro, opto por prologarlo antes que ningún otro de Víc­tor Ramírez: para honrar en la antesala del debate a un hombre que siempre ha dicho lo que piensa, y celebrar que ese hombre sea mi amigo y mi paisano; para re­belarme contra aquéllos a los que perturba su rectitud, su sagacidad, su contundencia, pero que se tranquilizan al pensar que quien les habla es un simple iluso; para borronear en fin, a conciencia y a contrapelo, este mo­desto elogio del verdadero ingenuo.
Más allá del personalísimo escritor que todos ad­miramos en Ramírez, o del visionario que algunos pre­tenden delimitar y acordonar en su persona, o del inte­lectual que nunca, bajo ningún concepto, él habrá de resignarse a ser, lo que bulle en estas páginas se resume en un puñado de letras. Siento tener que acudir para juntarlas a un autor que probablemente nos divida, pe­ro los dedos se me van solos hacia las teclas:
Víctor Ramírez Rodríguez, nada más que todo un hombre.
primavera de 2000.

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