PRÓLOGO
NADA MÁS QUE TODO UN HOMBRE
por Rafael Inglott
Tras
la lectura de un artículo que tal vez figure en este libro, alguien que no
conoce personalmente a Víctor Ramírez me
devuelve el periódico y sentencia con aire displicente: "Un buen escritor, lo
reconozco, pero sobre
todo un gran ingenuo", No me molesto en contestarle; la
verdad, como ocurre tantas veces, se ha puesto a hablar por su boca sin apenas
él saberlo.
"Ingenuo",
"ingenuidad", son expresiones con un hermoso pasado. Los romanos les acordaron una denotación muy precisa -tanto, que
con el tiempo se nos ha vuelto bastante arcaica-, pero añadieron connotaciones que todavía hoy
sobreviven en los diccionarios.
Lo denotado remitía en primera instancia a la voz ingignere, cuya acepción más vulgar es la de "nacer". Ingenuus era el nacido en el lugar, es decir, el nativo. A partir de aquí la lengua del imperio, con esa
querencia de verdad que sin duda alienta en cada lengua, alcanza una estatura muy superior a los designios
del hablante.
Me
explico. Entre los innumerables entresijos que componen la historia de la civitas -esa historia que irremediablemente
nos marca y nos ordena- hay dos formas complementarias de degradación que el
nativo inexpugnado todavía no ha llegado a
conocer. Una de ellas es el
doblegamiento. Otra, su pariente más cercano, la doblez.
Con el correr de los siglos, la expresión
ingenuus pasará a connotar este binomio que tan cabalmente caracteriza la integridad primordial del hombre no colonizado: por un lado la nobleza, por otro
la libertad. Paradojas de la lengua.
La de los conquistadores acabará
por reconocer en el nativo
esas dos condiciones que la metrópolis irá volviendo definitivamente raras, excelsas,
impagables, a fuerza de
destruirlas con su maquinaria de sometimiento. 'Libre''y fsin malear'
son todavía dos acepciones que la Real Academia recoge de forma inequívoca bajo la locución "ingenuo".
Esta
vertiente más acreditada y cada vez más improbable
del íngenuus -la que nos muestra al hombre sin ataduras ni solapamientos- se manifiesta con
asombrosa pujanza en Víctor Ramírez.
No es la suya, ni remotamente, la
ingenuidad del buen salvaje. Quienes lo hemos visto moverse con el balón entre los pies sabemos de su
infinita malicia en anticiparse a las intenciones
del contrario, de su discernimiento al leer contra corriente la marcha del partido, de su facilidad
para inventar huecos clamorosos que
la obcecación, la codicia, la
petulante impavidez de otros delanteros no siempre supo reconocer ni
aprovechar.
(Conste que no todo es metáfora.
Víctor aporta una sabiduría
penetrante e implacable a todo aquello que se ha
propuesto ser en la vida: futbolista, narrador, compañero, ensayista, contertulio, docente, crítico social,
dibujante,
luchador de las ideas, padre, amigo, maestro...).
Y sin embargo hay quienes
piensan que es un ingenuo
por creer en lo que cree, por repetirlo a todo trance y a todas horas. Y se le desdeña, se le silencia
o se le compadece
por "sacrificar de forma tan ilusa" un talento que nadie se atreve a poner en duda.
Por eso, aunque no siempre me identifique con los pronunciamientos que figuran en
las páginas de este libro, opto por
prologarlo antes que ningún otro de Víctor
Ramírez: para honrar en la antesala del debate a un hombre que siempre ha dicho lo que piensa, y
celebrar que ese hombre sea mi amigo y mi paisano; para rebelarme contra aquéllos a los que perturba su
rectitud, su sagacidad, su
contundencia, pero que se tranquilizan al
pensar que quien les habla es un simple iluso; para borronear en fin, a conciencia
y a contrapelo, este modesto elogio del verdadero ingenuo.
Más allá del personalísimo
escritor que todos admiramos
en Ramírez, o del visionario que algunos pretenden delimitar y acordonar en su persona, o del
intelectual que nunca, bajo
ningún concepto, él habrá de resignarse
a ser, lo que bulle en estas páginas se resume en un puñado de letras. Siento tener que acudir para
juntarlas a un autor que probablemente nos
divida, pero los dedos se me van solos
hacia las teclas:
Víctor Ramírez Rodríguez, nada más que todo un hombre.
primavera de 2000.
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