viernes, 26 de julio de 2013

HOMENAJE A LEOPOLDO DE LA ROSA OLIVERA: SU VIDA Y SU OBRA






Entre los antepasados de nuestro biografiado, de cuyo nombre se ha conservado la memoria entre los aficionados a la historia, figu­ra don José de Olivera, autor de unas curiosas memorias que abar­can de 1858 a 1862. Leopoldo de La Rosa Olivera ha publicado en 1969 estas memorias, no sin disculparse por ofrecer al público lector el libro modesto de un hombre modesto. Es, sin embargo, un texto interesantísimo, que merecía, sin duda alguna, figurar en la serie monográfica en que lo ha editado el Instituto de Estudios Canarios. Para mí, su principal interés estriba en la circunstancia de narrar los pormenores, las ocupaciones y las preocupaciones cotidianas de una vida en que, por decirlo así, no pasa nada.
Naturalmente, en esta manera demasiado perentoria de definir una vida entra mucho de exageración: todos sabemos que, en el fon­do, ninguna vida es irrelevante. Si aparento decir lo contrario, es pre­cisamente para recalcar una verdad demasiado evidente, a la que, de otra manera, corremos el riesgo de no prestar suficiente atención: el misterio de una existencia oscura, en una pequeña ciudad recoleta y deprimida, puede resultar más atractiva, incluso más fascinadora y apasionante, que una larga carrera de aventuras desarrolladas en los más amplios escenarios del mundo.
Aún sin decirlo, La Rosa lo había sentido y juzgado así. Tenía demasiado espíritu crítico para no apreciar este álbum familiar en su exacta y modesta dimensión, en su insignificancia, en la melancolía de su callado naufragio; por otra parte, tenía demasiada familiari­dad con la historia, para no comprender el interés actual de su publi­cación. Pienso —y así lo habíamos comentado más de una vez—que todos los detalles relacionados con la vida de los hombres son dignos de nuestro interés y merecen rescatarse por la historia. El pre­cio del trigo o la lluvia de un día de fiesta no son sólo historia anec­dótica o cuantitativa: intervienen, como en una novela, en la vida interior de los hombres, en sus problemas y reflexiones, en su estado de ánimo y, por lo tanto, de manera directa en el nuestro. Si la histo­ria es un espejo, el espejo en que miro me obliga a mirarme también y ninguno de sus detalles puede serme indiferente.
Pero esta opinión es reflejo de una concepción individual de la his­toria. La Rosa no me ha hecho caso, cuando le he sugerido una edición íntegra, sin suprimir ninguna de las nimiedades que componen la vida de todos y abundan en el álbum de su antecesor. Su propia modestia no le permitía creer en la importancia de lo modesto: el interés que lo más íntimo y lo más cotidiano de la vida, lo más secreto del individuo aisla­do, suele despertar en los demás, no dejaba de parecerle indiscreto y, en determinados casos, reprobable. La pura anécdota, el chismorreo con dejos de denuncia, brillan por su ausencia en sus trabajos de historia­dor. En su consencuencia, ha suprimido de su edición de Mi álbum un número —para decir la verdad, agobiante— de datos intranscendentes, que él mismo consideraba como un peso muerto.
No se trata de entrar en el examen de ambas opciones, sino de ob­servar que esta actitud de La Rosa corresponde a una constante o, como se dice ahora, a un parámetro de su personalidad. Su misma modestia le ha conducido a enfocar su propia vida y sus actividades con la misma ponderación discreta y sobria con que había considerado la importancia relativa de las memorias de su antepasado. Sólo que, en este caso, ha sido visiblemente injusto con su vida, al igual que con su recuerdo.
De haber dejado escritas sus memorias, como José de Olivera, no me cabe ninguna duda de que hubiese tenido muchas cosas que contar. Quizás demasiadas: en todo caso, suficientes para desalen­tarle o, más bien, para desaconsejar una empresa de este tipo. Histó­ricamente, durante cuarenta años ha vivido, ha visto y ha sabido de Canarias más que cualquier otro de sus contemporáneos: y, además, era historiador. El biógrafo no puede sino deplorar este silencio, que dificulta su tarea y deja en la sombra gran parte —y posiblemente la mejor parte— de su materia. Sin embargo, debe reconocer que este silencio era o parece ser obligado.
En efecto, le imponía discreción, cuando no silencio, su propio temperamento. Historiador por vocación, su modestia no le permitía escribir sus memorias, para transformarse en historiador de sí mis-[…]

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