Entre los antepasados de nuestro
biografiado, de cuyo nombre se
ha conservado la memoria entre los aficionados a la historia, figura don José de Olivera, autor de unas curiosas memorias que
abarcan de 1858 a 1862. Leopoldo de La Rosa Olivera ha publicado en 1969 estas memorias, no sin disculparse por
ofrecer al público lector el libro
modesto de un hombre modesto. Es, sin embargo, un texto interesantísimo, que merecía, sin duda alguna,
figurar en la serie monográfica en que lo ha editado el Instituto de
Estudios Canarios. Para mí, su principal
interés estriba en la circunstancia de narrar los pormenores, las ocupaciones y las preocupaciones
cotidianas de una vida en que, por
decirlo así, no pasa nada.
Naturalmente, en esta manera demasiado perentoria de definir
una vida entra mucho de exageración: todos
sabemos que, en el fondo, ninguna
vida es irrelevante. Si aparento decir lo contrario, es precisamente para
recalcar una verdad demasiado evidente, a la que, de otra manera, corremos el
riesgo de no prestar suficiente atención: el misterio de una existencia oscura, en una pequeña ciudad recoleta y
deprimida, puede resultar más atractiva, incluso más fascinadora y apasionante, que una larga carrera de aventuras
desarrolladas en los más amplios escenarios del mundo.
Aún sin decirlo, La Rosa lo había sentido y juzgado
así. Tenía demasiado
espíritu crítico para no apreciar este álbum familiar en su exacta y modesta dimensión, en su
insignificancia, en la melancolía de su callado
naufragio; por otra parte, tenía demasiada familiaridad con la historia, para no comprender el interés actual de su publicación. Pienso —y así lo habíamos comentado más de
una vez—que todos los
detalles relacionados con la vida de los hombres son dignos de nuestro interés y merecen rescatarse por
la historia. El precio
del trigo o la lluvia de un día de fiesta no son sólo historia anecdótica o cuantitativa: intervienen,
como en una novela, en la vida interior
de los hombres, en sus problemas y reflexiones, en su estado de ánimo y, por lo
tanto, de manera directa en el nuestro. Si la historia es un espejo, el espejo en que miro me obliga a mirarme
también y ninguno de sus detalles puede serme indiferente.
Pero esta opinión es reflejo de
una concepción individual de la historia. La Rosa
no me ha hecho caso, cuando le he sugerido una edición íntegra, sin suprimir ninguna de las nimiedades que componen la vida de
todos y abundan en el álbum de su antecesor. Su propia modestia no le permitía creer en la importancia de lo
modesto: el interés que lo más íntimo y lo más cotidiano de la vida, lo
más secreto del individuo aislado, suele
despertar en los demás, no dejaba de parecerle indiscreto y, en determinados
casos, reprobable. La pura anécdota, el chismorreo con dejos de denuncia, brillan por su ausencia en sus trabajos de historiador.
En su consencuencia, ha suprimido de su edición de Mi álbum un número —para decir la verdad, agobiante— de datos
intranscendentes, que él mismo
consideraba como un peso muerto.
No se trata de entrar en el examen de ambas
opciones, sino de observar
que esta actitud de La Rosa corresponde a una constante o, como se dice ahora, a un parámetro de
su personalidad. Su misma modestia le ha conducido a enfocar su propia vida y sus actividades con la misma
ponderación discreta y
sobria con que había considerado la importancia relativa de las memorias de su antepasado. Sólo que,
en este caso, ha sido
visiblemente injusto con su vida, al igual que con su recuerdo.
De haber dejado escritas sus
memorias, como José de Olivera, no me cabe ninguna duda de que hubiese tenido
muchas cosas que contar. Quizás
demasiadas: en todo caso, suficientes para desalentarle o, más bien, para desaconsejar una empresa de este
tipo. Históricamente,
durante cuarenta años ha vivido, ha visto y ha sabido de Canarias más que
cualquier otro de sus contemporáneos: y, además, era historiador. El biógrafo no puede sino deplorar este
silencio, que dificulta su
tarea y deja en la sombra gran parte —y posiblemente la mejor parte— de su materia. Sin
embargo, debe reconocer que este silencio era o parece ser obligado.
En efecto, le imponía discreción,
cuando no silencio, su propio temperamento. Historiador por vocación, su
modestia no le permitía escribir
sus memorias, para transformarse en historiador de sí mis-[…]
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