martes, 2 de julio de 2013

ORATORIO APOCRIFO BWV I






TEORÍA DEL PROLOGO
Todo libro consta, necesariamente, de dos cosas: título -aun atando no lo tenga, y ese no tenerlo es como su sí tener- y autor, aun­que éste se ignore y entonces se omita, se niegue o se suponga. Pero, a feces, sucede que esos dos componentes no bastan -¿por qué?- y, como á autor y título no fueran de por sí ya suficientes, se exige -¿quién, y para qué?- que lleve un prólogo. Sí, así: un prólogo, que nunca, nunca, se sabe muy bien qué es. Y, en tales casos, surge la primera cuestión que aquí se impone: la de qué cosa pueda ser un prólogo. Y narra
¿Qué es, pues, un prólogo? Un prólogo es, desde luego y por lo pronto, algo espacialmente anterior al libro, pero, inequívocamente, posterior a su objetivación: algo material que media entre las tapas y ei texto y algo inmaterial que deriva del libro y es, en cierto modo, algo así como su prolongación. Por eso, todo prólogo debiera ser epí-íogo. Ahora bien, todo prólogo (léase epílogo) es, por el hecho mismo de serlo, esto: diálogo que el libro, todavía no impreso, entabla con su neófito lector. El libro tiene, en este caso, un nombre: Oratorio Apó-crifo. Y, claro está, un autor: Bernardo Chevilly. Y éste quiere que, además de todo lo que necesariamente tiene que tener, tenga lo que no es tan menester que lleve: un prólogo. Un prólogo, que es -así se ha dicho- un diálogo del libro, todavía no impreso, con su neófito lector. Y ese neófito lector lleva mi nombre: vamos, se llama como yo. Y yo es. aquí, la cosa que está diciendo yo. No Jaime Siles, sino yo, esto es, otro que está diciendo yo, como si no existiera yo: como si yo, en esta circunstancia, consistiera tan sólo en el hecho de ser neófito lectbien: ¿qué le dirá, qué le dice, este Oratorio Apócrifo a ese neófito lec­tor, al que de pronto me veo reducido, sin que ningún otro de mis yoes venga a auxiliarme con alguno de sus otros yo? Eso que le dice es, precisamente, el prólogo: lo que el libro aún no sido irradia en conver­gencia hacia mi yo; lo que mi yo proyecta sobre el libro. Y uno y otro, en la espiral que hace su concatenación, forman la idea, el símbolo, ¿el sistema? de las líneas que me dicta, al oído, este yo al que me reduce y en el que me convierte mi condición de lírico y neófito lector. Porque Chevilly es lírico y, por lo tanto, carece de voz. Sí, no se asusten: la lí­rica tiene música, pero hace mucho que olvidó su voz. Y ese haberse olvidado de su voz le permite seguir estando y siendo. Se lo permite, sobre todo, su carecer de voz, su convertirse en música los sones de su olvidada voz. Pero la música, que eso es, en fin, la lírica, ¿es un sonido siendo o es un ser-en-y-desde su olvidada voz? Por lo pronto, es un so­nido siendo y un ser no sido que se hace en su sonar. Y, acaso, tam­bién la voz apócrifa de un silencio anterior a ese sonar. O ese mismo silencio en el instante mismo de ese su sonar: de su sonido siendo en su sonar. O un oratorio. O, como dice Chevilly,
el espejo que no refleja
por la lenta sonrisa de un difumino azul converso a una doctrina de símbolos perdidos.
O todo lo que esta teoría del (epílogo-) prólogo abre, cuando cie­rra.
Y en ese abrir-cerrar, comienza el libro.
Jaime Siles
26 de Mayo de 1983 Universidad   de   La Laguna

No hay comentarios:

Publicar un comentario