TEORÍA DEL PROLOGO
Todo
libro consta, necesariamente, de dos cosas: título -aun atando
no lo tenga, y ese no tenerlo es como su sí tener- y autor, aunque
éste se ignore y entonces se omita, se niegue o se suponga. Pero, a feces,
sucede que esos dos componentes no bastan -¿por qué?- y, como á
autor y título no fueran de por sí ya suficientes, se exige -¿quién, y para
qué?- que lleve un prólogo. Sí, así: un prólogo, que nunca, nunca, se
sabe muy bien qué es. Y, en tales casos, surge la
primera cuestión que aquí se impone: la de qué cosa pueda ser
un prólogo. Y narra
¿Qué es, pues, un prólogo? Un prólogo es,
desde luego y por lo pronto, algo espacialmente anterior al libro,
pero, inequívocamente, posterior a su objetivación: algo material
que media entre las tapas y ei texto y algo inmaterial que
deriva del libro y es, en cierto modo, algo así
como su prolongación. Por eso, todo prólogo debiera ser epí-íogo.
Ahora bien, todo prólogo (léase epílogo) es, por el hecho mismo de
serlo, esto: diálogo que el libro, todavía no impreso, entabla con su neófito
lector. El libro tiene, en este caso, un nombre: Oratorio Apó-crifo.
Y, claro está, un autor: Bernardo Chevilly. Y éste
quiere que, además de todo lo que necesariamente tiene que
tener, tenga lo que no es tan menester que lleve: un prólogo. Un prólogo, que
es -así se ha dicho- un diálogo del libro, todavía no impreso, con
su neófito lector. Y ese neófito lector lleva mi nombre: vamos, se llama como yo. Y yo es. aquí, la cosa que está diciendo yo. No Jaime
Siles, sino yo, esto es, otro que está diciendo yo, como si no existiera
yo: como si yo, en esta circunstancia, consistiera tan sólo en el hecho
de ser neófito lectbien: ¿qué le dirá, qué
le dice, este Oratorio Apócrifo a ese neófito lector, al que de pronto me veo reducido, sin que
ningún otro de mis yoes venga a
auxiliarme con alguno de sus otros yo? Eso que le dice es, precisamente, el prólogo: lo que el libro
aún no sido irradia en convergencia
hacia mi yo; lo que mi yo proyecta sobre el libro. Y uno y otro, en la espiral que hace su concatenación, forman
la idea, el símbolo, ¿el sistema?
de las líneas que me dicta, al
oído, este yo al que me reduce y en el que me convierte mi condición de lírico
y neófito lector. Porque Chevilly es lírico y, por lo tanto, carece de voz. Sí,
no se asusten: la lírica tiene música,
pero hace mucho que olvidó su voz. Y ese haberse olvidado de su voz le permite seguir estando y
siendo. Se lo permite, sobre todo,
su carecer de voz, su convertirse en música los sones de su olvidada voz. Pero
la música, que eso es, en fin, la lírica, ¿es un sonido siendo o es un ser-en-y-desde
su olvidada voz? Por lo pronto, es un sonido siendo y un ser no
sido que se hace en su sonar. Y, acaso, también
la voz apócrifa de un silencio anterior a ese sonar. O ese mismo silencio
en el instante mismo de ese su sonar: de su sonido siendo en su sonar. O un oratorio. O, como dice
Chevilly,
el espejo
que no refleja
por la lenta sonrisa de un difumino azul converso
a una doctrina de símbolos perdidos.
O todo lo
que esta teoría del (epílogo-) prólogo abre, cuando cierra.
Y
en ese abrir-cerrar, comienza el libro.
Jaime Siles
26 de Mayo de 1983 Universidad de
La Laguna
No hay comentarios:
Publicar un comentario