PROLOGO
¿hará
falta decirlo
una vez más? Nuestro conocimiento de la poesía española del Siglo de Oro está
aún, hoy por hoy, muy lejos de ser suficiente. No puede negarse que se ha avanzado mucho en los últimos treinta años, esto es,
desde que Antonio Rodríguez-Moñino
—con una admirable, proverbial claridad de ideas— fijó la larga lista de problemas con los que la
investigación y la crítica deben enfrentarse
a la hora de abordar este decisivo período de nuestra historia literaria. Si mucho se ha logrado avanzar desde 1963, en
efecto, no es menos cierto, sin embargo,
que una buena parte de las sabias advertencias de Moñino acerca de cuestiones entonces pendientes de análisis siguen
teniendo hoy completa validez. Entre esos problemas se hallan, y no
precisamente en segundo término, los que se derivan
de lamentables carencias: de estudios y de monografías, desde luego, pero también de ediciones y de reediciones de autores
sobre los que aún seguimos sin saber
casi nada. Las razones que explican este difícil estado de cosas —problemas de
autoría y de transmisión, problemas de edición y de catalogación, por no hablar de las dificultades conceptuales con las que
todavía nos tropezamos en nuestra
comprensión de la época— aparecen, en efecto, fijadas en el ya clásico Construcción
crítica y realidad histórica en la poesía española de los siglos XVI y XVli.
En las
bellas páginas con las que Marcel Bataillon prologó el trabajo de Moñino
afirma el hispanista francés que estamos no sólo ante una «lección de historia»,
sino también de «geografía literaria». Capital cuestión esta última, en verdad:
cualquier
estudioso que se haya acercado a la poesía española de este período se ha encontrado con lo que en el siglo xix y aun en
algunos años de nuestro siglo se dio en llamar «escuelas» poéticas regionales,
y que hoy tendemos a ver más bien
como núcleos geográficos. Es tal la abundancia y variedad de estos
núcleos, y es tan poco lo que aún
sabemos sobre algunos de ellos, que se hace difícil en la actualidad poseer un mapa mínimamente
suficiente de la densa actividad poética de la época. Proponía Moñino en su
célebre conferencia no sólo una «intensísima búsqueda», sino también la consiguiente «catalogación y estudio de
los muchos manuscritos e impresos
desconocidos que andan aún sueltos por las bibliotecas del mundo»; y puesto que
la poesía española del Siglo de Oro está fragmentada en «islotes geográficos», se trata —añade— de
ordenar este material por «circunscripciones geográfico-poéticas y por
generaciones». En su propio trabajo ofrece ya
Moñino interesantes orientaciones y ejemplos de esta manera de proceder.
No
conocemos hoy, en realidad, un método más adecuado que el de las «circunscripciones
geográfico-poéticas» para poder tener la información necesaria sobre el vasto
panorama de nuestra poesía áurea, como se ha observado en distintas investigaciones
recientes y como recordaron no hace mucho J. M. Rozas y M. A. Pérez Priego. Es
este, en cualquier caso, un punto de partida indispensable, que podrá dar lugar —una vez establecido el «mapa»
literario de la época— a otros ordenamientos tal vez más exactos, capaces de
dar cuenta de los procesos de evolución de uno de los más brillantes
períodos de la poesía española. En otro lugar he
aludido a esta cuestión (que próximamente, por cierto, será objeto de un curso
universitario en Santa Cruz de Tenerife, al que ha sido invitado un amplio
elenco de investigadores y
especialistas) para subrayar que tal procedimiento permite, cuando menos, ser fieles a la realidad de un amplísimo
panorama que, estudiado de otro modo,
no se entrega en toda su complejidad y multiplicidad.
Buena
prueba de ello es el caso de Canarias. A pesar de que contábamos desde
hace tiempo con notables estudios sobre Bartolomé Cairasco de Figueroa o Antonio de Viana, sólo
en los últimos años, y después de seguir el método aludido, se ha llegado a poseer un perfil suficiente de lo
que fueron las manifestaciones poéticas
del Siglo de Oro en las Islas. Quedan aún tareas pendientes, sin duda, pero puede decirse que lo esencial de esas
manifestaciones resulta hoy bien conocido, de tal modo que el núcleo canario
puede por ello ser ya encajado con claridad en el mapa de la poesía española de la época, como tuve ocasión de
poner de relieve en el breve panorama
crítico Poetas canarios de los Siglos de Oro (1990). Remito al lector interesado a esas páginas.
Del
«grupo» o subgrupo de la isla de La Palma del que allí se habla, sólo Juan Bautista
Poggio Monteverde (1632-1707) había merecido los honores de una simbólica y
testimonial reedición hasta los trabajos emprendidos en estos últimos años por Rafael
Fernández; me refiero a la publicada por el recordado José Pérez Vidal, que en 1944 volvió a poner en circulación
una brevísima muestra de Poesías del autor palmero. (Existe noticia de que, en los años 30 y 40 de
nuestro siglo, otro escritor de la
isla, Facundo Fernández Galván, llevaba a cabo una investigación sobre Poggio; nada, por desgracia, ha quedado
de ella.) Es verdad que desde 1932
la invalorable Biobibliografía de Millares Cario ofrecía los datos
técnicos esenciales, y que J. B. Lorenzo Rodríguez, por su parte, nos había
proporcionado […]
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