jueves, 1 de agosto de 2013

EL CACIQUE





Declaratorio
Los que escriben novelas no deben engañar a los demás, ni engañarse a sí mismos, ni dar por acaecidos hechos no sucedidos. Deben tener en cuenta que la naturaleza artística de esta clase de literaturas, reclama ciertas invenciones ne­cesarias al interés que el autor se propone despertar con la lectura de lo por él escrito. Por esto, aparte del gran fondo de verdad local y psicológica que ha de imprimírselas cuando la acción se circunscribe y los caracteres se especifican, es de necesidad haber en cuenta, en todos momentos, que de­terminados hechos, sin ser inverosímiles en sí mismos, han sido adaptados (éste es el vocablo) al positivo capital de la novela como secundarios, como imprescindibles para la tra­bazón de los desenlaces parciales.
Hago esta aclaración o declaratorio, como quiera llamársele, porque algunos maliciosos de por aquí darán en la majadería (achaque crónico de los que vivimos en villo­rrios) de señalar con el dedo a algunos de nuestros conterráneos, para colgarles al sambenito de los desafueros y judiadas que en El CACIQUE se mentan y comentan. Así pues, como no quiero ser malquisto por nadie y, menos por futesas novelescas, canto la suerte y salga el sol por donde quiera. A solas me quedo con mi conciencia, que me revela de antemano de los pecados y culpas que malas intenciones desataren contra mí.
El cacique es una entidad, un tipo, mejor dicho, de especialísima y ruin contextura moral, que ha existido y existirá mientras España padezca del grave mal de las ma­las políticas. No es, por tanto, una excrecencia nociva pecu­liar, exclusiva de Canarias. Lo que hay de isleño en esta novela, si Vds. notan que hay algo, es el ambiente local, la heterogénea sucesión de matices que se diversifican y trasmutan con el ritmo natural que la vida ha puesto en los seres y las cosas.
Es así por lo que repito otra vez que el Cacique de esta obrita no es una determinada persona de todos conocida; trátase pura y simplemente de ese hipogrifo municipalesco, de ese transformado descendiente del antiguo señor feudal, cuyo origen en los actuales tiempos débese a nuestra contubernaria política y desmoralizada gestión de los orga­nismos centrales de gobernación. Que aparezca aquí localiza­do, con fisonomía más o menos tomada del natural, no significa nada: he querido, por intelectualismo caprichoso y un tanto presumido, hacer alarde fogoso de amor al terru­ño, procurando convertirlo en escenario donde el desenlace de los hechos grabe en el ánimo la impresión y despierte el saludable apetito de hacer cuanto quepa en las humanas fuer­zas para desarraigar las perniciosas influencias con que el caciquismo pesa en la vida pública y hasta privada de nues­tros pequeños pueblos.
Creo haber aclarado en provecho y descargo de mi buena fe, los propios deseos y los móviles que le sirven de impulsores. Si con ello no consigo dejar burladas las malévolas disquisiciones de los que, suspicaces siempre, a todo le ponen coletilla, así como los pruritos mordicantes de los cortos de entenderás, vayanse enhoramala donde yo no pueda decirles que son unos noveleros.
El Autor


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