PROLOGO
Siempre tuvo el siglo XVII lo que podría llamarse "mala, prensa". Se censuraba
su apartamiento de las normas clásicas, el mal gusto literario y artístico;
también la decadencia de la autoridad real, la corrupción de las costumbres, el
fanatismo religioso, la extensión de la brujería y las supersticiones. En el transcurso del presente siglo la crítica histórica
más solvente ha rectificado muchos
de estos juicios, ha reivindicado los valores estéticos del Barroco, los progresos técnicos y científicos, la enorme
categoría de las grandes figuras de
aquel siglo: Galilea, Rembrandt, Veláz-quez, Newton... Pero al iluminar
ciertos campos de sombra, la investigación
moderna descubría nuevos agujeros negros: crisis económicas, catástrofes demográficas, conflictos sociales,
miserias imponderables tras el
brillante decorado de las cortes del Seiscientos. Al mismo tiempo, al atacar los problemas con más seriedad y menos
retórica, los historiadores se hallaban ante masas documentales de una
amplitud enorme, de difícil cuantificación y
que arrojaban resultados discordantes; descubrieron contrastes inesperados no sólo entre unas
naciones y otras, sino entre las regiones de un mismo Estado. No todo
fue decadencia; hubo también muchos casos
de estabilidad y aun de progreso; Holanda no evolucionó como Italia, ni Alemania como España. Incluso
dentro de una misma área podían
advertirse trayectorias muy diversas: en unas partes la primera mitad del siglo parece haber sido más favorable
que la segunda, en otras ocurría lo
contrario. En el momento actual, aunque nuestro conocimiento de aquella época se ha enriquecido enormemente, y
se multiplican los ensayos de
interpretación con sólidas bases, el panorama general dista de ser claro, y si
alguna conclusión general puede sacarse es, precisamente, que no puede
sacarse una conclusión general, un balance definitivo.
En España, una de las naciones más afectadas por los
males del Siglo de Hierro, nos
hallamos en plena tarea; sus incógnitas atraen, y se van desvelando
no pocas; se refuerza la impresión de que fue un tiempo de divergencias y
contrastes; nos afirmamos en la idea de la primacía del factor político en el desarrollo de la coyuntura, la influencia nefasta
de los esfuerzos por sostener el
rango internacional de Castilla, y en este
sentido la labor
del Conde Duque de Olivares sigue mereciendo la máxima atención, pero, a la vez, hay una tendencia a
redimirle del papel de "cabeza de
turco" que ha venido jugando. Si él desarrolló una determinada política fue porque sus miras coincidían con las
de Felipe W, muy obstinado en
mantener íntegro su patrimonio, y con las de una élite de escritores, altos consejeros, embajadores y mandos
militares que persistían en la defensa
de los principios religiosos, dinásticos y políticos que formaban la osamenta ideológica del llamado Imperio
español.
La inflexión, por tanto, no estuvo en la caída de
Olivares, (1643) que no solucionó nada, sino en la muerte de Felipe IV, el aflojamiento de la tensión militar y tributaria y
el reconocimiento de que el centro de las decisiones
europeas ya no estaba en Madrid sino en Versalles. Concesiones duras pero inevitables, y que tuvieron, a largo
plazo, una cierta recompensa: la
llamada "recuperación de finales del XVH", que es uno de los resultados más tangibles de la investigación
reciente. Recuperación que no fue
espectacular ni generalizada: persistió la ruralisación de la Meseta, donde el ascenso de Madrid era una pobre
compensación a la ruina de Toledo,
Cuenca, Avila, Burgos y otros centros, antes llenos de vitalidad. Creció el Noroeste gracias a la introducción del
maíz, aunque el paralelo crecimiento
de la población impidió que se elevara el nivel de vida. Se inició un cambio profundo, no sólo material sino
psicológico, en Cataluña. Persistió la atonía del reino valenciano. En
Andalucía, mientras el reino de
Granada restañaba las heridas que causó la expulsión de los moriscos, en el Bajo Guadalquivir se producía un
significativo desplazamiento del centro
de gravedad desde Sevilla, arruinada por la peste de 1649, hacia la bahía de Cádiz, donde era predominante la
presencia de los intereses comerciales extranjeros.
Esta evolución discordante evidencia que sólo la
multiplicación de los estudios regionales
y comarcales podrá dar adecuada respuesta a los interrogantes que plantea el siglo XVH; de aquí el
interés de libros como el presente, en el
que, con una sólida base documental, se analiza la evolución de la isla de Tenerife a través de uno de
los rasgos más característicos de
aquella época y de aquella sociedad: las tensiones, los conflictos. Conflictos de muy variado signo, desde los que se
confinan al terreno de las precedencias y cortesías, a los que Felipe 11
consagró una detallada pragmática, hasta
los sangrientos motines y las revoluciones naciojiales. Pues
bien, recorriendo las páginas de este libro se advierte que en Tenerife (y creo que la observación puede extenderse a todo
el Archipiélago Canario) los
conflictos no fueron ni muchos ni de especial gravedad. A pesar de […]
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