miércoles, 21 de agosto de 2013

TENERIFE EN EL SIGLO XVII






PROLOGO
Siempre tuvo el siglo XVII lo que podría llamarse "mala, prensa". Se censuraba su apartamiento de las normas clásicas, el mal gusto literario y artístico; también la decadencia de la autoridad real, la corrupción de las costumbres, el fanatismo religioso, la extensión de la brujería y las supersticiones. En el transcurso del presente siglo la crítica histórica más solvente ha rectificado muchos de estos juicios, ha reivindicado los valores estéticos del Barroco, los progresos técnicos y científicos, la enorme cate­goría de las grandes figuras de aquel siglo: Galilea, Rembrandt, Veláz-quez, Newton... Pero al iluminar ciertos campos de sombra, la investiga­ción moderna descubría nuevos agujeros negros: crisis económicas, catástrofes demográficas, conflictos sociales, miserias imponderables tras el brillante decorado de las cortes del Seiscientos. Al mismo tiempo, al atacar los problemas con más seriedad y menos retórica, los historiadores se hallaban ante masas documentales de una amplitud enorme, de difícil cuantificación y que arrojaban resultados discordantes; descubrieron contrastes inesperados no sólo entre unas naciones y otras, sino entre las regiones de un mismo Estado. No todo fue decadencia; hubo también muchos casos de estabilidad y aun de progreso; Holanda no evolucionó como Italia, ni Alemania como España. Incluso dentro de una misma área podían advertirse trayectorias muy diversas: en unas partes la primera mitad del siglo parece haber sido más favorable que la segunda, en otras ocurría lo contrario. En el momento actual, aunque nuestro conocimiento de aquella época se ha enriquecido enormemente, y se multiplican los ensayos de interpretación con sólidas bases, el panorama general dista de ser claro, y si alguna conclusión general puede sacarse es, precisamente, que no puede sacarse una conclusión general, un balance definitivo.
En España, una de las naciones más afectadas por los males del Siglo de Hierro, nos hallamos en plena tarea; sus incógnitas atraen, y se van desvelando no pocas; se refuerza la impresión de que fue un tiempo de divergencias y contrastes; nos afirmamos en la idea de la primacía del factor político en el desarrollo de la coyuntura, la influencia nefasta de los esfuerzos por sostener el rango internacional de Castilla, y en este
sentido la labor del Conde Duque de Olivares sigue mereciendo la máxima atención, pero, a la vez, hay una tendencia a redimirle del papel de "cabeza de turco" que ha venido jugando. Si él desarrolló una determina­da política fue porque sus miras coincidían con las de Felipe W, muy obstinado en mantener íntegro su patrimonio, y con las de una élite de escritores, altos consejeros, embajadores y mandos militares que persis­tían en la defensa de los principios religiosos, dinásticos y políticos que formaban la osamenta ideológica del llamado Imperio español.
La inflexión, por tanto, no estuvo en la caída de Olivares, (1643) que no solucionó nada, sino en la muerte de Felipe IV, el aflojamiento de la tensión militar y tributaria y el reconocimiento de que el centro de las decisiones europeas ya no estaba en Madrid sino en Versalles. Concesiones duras pero inevitables, y que tuvieron, a largo plazo, una cierta recom­pensa: la llamada "recuperación de finales del XVH", que es uno de los resultados más tangibles de la investigación reciente. Recuperación que no fue espectacular ni generalizada: persistió la ruralisación de la Mese­ta, donde el ascenso de Madrid era una pobre compensación a la ruina de Toledo, Cuenca, Avila, Burgos y otros centros, antes llenos de vitalidad. Creció el Noroeste gracias a la introducción del maíz, aunque el paralelo crecimiento de la población impidió que se elevara el nivel de vida. Se inició un cambio profundo, no sólo material sino psicológico, en Cataluña. Persistió la atonía del reino valenciano. En Andalucía, mientras el reino de Granada restañaba las heridas que causó la expulsión de los moriscos, en el Bajo Guadalquivir se producía un significativo desplazamiento del centro de gravedad desde Sevilla, arruinada por la peste de 1649, hacia la bahía de Cádiz, donde era predominante la presencia de los intereses comerciales extranjeros.
Esta evolución discordante evidencia que sólo la multiplicación de los estudios regionales y comarcales podrá dar adecuada respuesta a los interrogantes que plantea el siglo XVH; de aquí el interés de libros como el presente, en el que, con una sólida base documental, se analiza la evolución de la isla de Tenerife a través de uno de los rasgos más caracte­rísticos de aquella época y de aquella sociedad: las tensiones, los conflictos. Conflictos de muy variado signo, desde los que se confinan al terreno de las precedencias y cortesías, a los que Felipe 11 consagró una detallada pragmática, hasta los sangrientos motines y las revoluciones naciojiales. Pues bien, recorriendo las páginas de este libro se advierte que en Tenerife (y creo que la observación puede extenderse a todo el Archipiélago Cana­rio) los conflictos no fueron ni muchos ni de especial gravedad. A pesar de […]

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