las campanas de la iglesia repicaban con una fuerza endemoniada. Los badajos
aporreaban las entrañas de bronce con desigual
y violento pendular. Retumbaban estrepitosamente, desquiciadas, como si hubiesen saltado de la espadaña y rodasen a trompicones por la plaza del pueblo. El eco
metálico se propagó por los tejados y las
azoteas, alborotando los palomares,
sobrevolando las callejuelas y oteando las esquinas como un
sabueso en busca del sacristán.
La señorial y campesina Vega de Sansanto despertaba
a campanazos, pero nadie se asomaba a los balcones para contemplar la
estampida de los repiques diluyéndose entre las últimas sombras de
la noche y el despunte del amanecer.
Los vecinos consultaron los relojes para comprobar
que la llamada a misa se había
adelantado. Entonces advirtieron que aquellos tañidos inconfundibles,
patrimoniales, anunciaban el comienzo de una
nueva semana a deshora. Era costumbre.
El primer llamamiento para la misa dominical siempre
entraba con retraso, aunque precedido por el
alborotado campanilleo rastreador. Los
monaguillos madrugaban para juguetear con las cuerdas de las campanas aprovechando que el sacristán se demoraba y, de paso, dejaban escapar las
desafinadas notas para que fuesen en su
busca.[…]
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