jueves, 8 de agosto de 2013

SANSANTO






las campanas de la iglesia repicaban con una fuerza endemoniada. Los badajos aporreaban las entrañas de bronce con desigual y violento pendular. Retumbaban estrepitosamente, desquiciadas, como si hubiesen saltado de la espadaña y roda­sen a trompicones por la plaza del pueblo. El eco metálico se propagó por los tejados y las azoteas, alborotando los paloma­res, sobrevolando las callejuelas y oteando las esquinas como un sabueso en busca del sacristán.
La señorial y campesina Vega de Sansanto despertaba a campanazos, pero nadie se asomaba a los balcones para con­templar la estampida de los repiques diluyéndose entre las úl­timas sombras de la noche y el despunte del amanecer.
Los vecinos consultaron los relojes para comprobar que la llamada a misa se había adelantado. Entonces advirtieron que aquellos tañidos inconfundibles, patrimoniales, anunciaban el comienzo de una nueva semana a deshora. Era costumbre.
El primer llamamiento para la misa dominical siempre en­traba con retraso, aunque precedido por el alborotado campa­nilleo rastreador. Los monaguillos madrugaban para juguetear con las cuerdas de las campanas aprovechando que el sacris­tán se demoraba y, de paso, dejaban escapar las desafinadas notas para que fuesen en su busca.[…]

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