PRÓLOGO
El hallazgo por pastores guanches en el litoral del
Valle de Güímar, suceso que la tradición ha venido sosteniendo, tuvo lugar un
centenar de años antes de 1496, año de la conquista castellana de la isla de
Tenerife por el Adelantado Alonso Fernández de Lugo, de una imagen policromada
de María y el Niño, sigue constituyendo un hecho
capital en la evangelización y cristianización de las islas Canarias desde
mucho antes de su incorporación al reino de Castilla, bajo el cetro de los
Reyes Católicos.
Todos los historiadores que se han ocupado a lo
largo de los siglos de los inicios de la
andadura hispánica del Archipiélago, no han dejado de resaltar la presencia mañana de la Virgen de Candelaria en la
sociedad indígena del menceyato de
Güímar. Desde el meritísimo volumen que le dedicó el dominico fray Alonso de Espinosa, impreso en Sevilla en
1594 y fuente imprescindible para la
prístina historia insular, y la Descripción de las islas Canarias escrita por el ingeniero italiano Leonardo Torriani
en la misma década aunque no editada
hasta este nuestro siglo, hasta Abreu Galindo, Núñez de la Peña, el Padre Sosa, y el más autorizado historiador
de los días de la Ilustración José de Viera y Clavijo, han puesto muy
fundamentado énfasis en la aparición de la
Madonna de Candelaria y su adopción cultual por los indígenas tinerfeños.
Y es bien sabido que el misterio medieval de esta parusía mariana en
mitad de una lejana colectividad atlántica,
ignorante de la doctrina evangélica, suscitó también la inspiración poética del
canónigo Bartolomé Cairasco de Figueroa o la del
médico poeta Antonio de Viana, contagiando a los mismos dramaturgos como Lope
de Vega o el autor de aquella Comedia de la Candelaria que María Rosa Alonso, mi admirada profesora de días inolvidables en la recién nacida Facultad de Letras de La Laguna,
dio a conocer en muy cuidada edición.
A la prosa y a los versos que desde el Renacimiento
hasta el Neoclasicismo ilustrado
dedicaron tantos autores en exaltación de la Candelaria morena venerada por los
guanches del siglo xv, han venido a sumarse en el presente siglo otros volúmenes monográficos como el firmado
por el historiador lagunero José Rodríguez
Moure en 1913 y el que publicó en 1939 el entonces prelado de la diócesis nivariense, el dominico Fray Albino González
Menén-dez Reigada.
Podría pensarse que con tan significativas contribuciones de
historiadores y poetas estaba ya dicho y
divulgado todo lo más sobresaliente de la leyenda, la crónica y el culto de la Candelaria, y que poca acogida
habrá de tener una nueva exégesis de la
Virgen morena tinerfeña, motivo sonoro de la poesía y la canción popular. Sin
embargo, en el considerable avance que en estos años ha experimentado la investigación sobre el pretérito
isleño, desde los días fecundos en que mi
entrañable maestro don Elias Serra Ráfols vinculó su primordial tarea al
discurrir histórico de Canarias, en la que otros nombres ilustres le secundaron
como Álvarez Delgado, Bonnet y Reverán, el Dr. Cioranescu, y tantos más, se ha
venido a conocer en mucha mayor profundidad la arribada del Evangelio y la labor de los primeros misioneros,
tan diáfanamente desvelada por la pluma
de Antonio Rumeu de Armas, hoy Director de la Real Academia de la Historia, en muchos de sus trabajos y
especialmente en su luminoso estudio
acerca del Obispado de Telde.
Por otra parte, la creciente indagación sobre los
aspectos artísticos, plásticos y también
iconográficos de la imagen adorada por guanches castellanos, sobre todo después
de la Exposición que, con la estrecha ayuda del Dr. Rafael Delgado, tuve ocasión de presentar en 1963 en el
Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife, y de las precisiones estilísticas
e icónicas que di a conocer una docena
de años después en el Anuario de Estudios Atlánticos que con increíble
fecundidad capitanea asimismo Rumeu de Armas, creo que ha permitido asistir a una amplia revisión de los
textos anteriores y justificar por tanto una
profunda y actualizada investigación sobre la imagen venerada de la Candelaria
y su recuerdo devoto en el Archipiélago Canario de nuestros días. Incluso limitándola al ámbito insular, porque
seguir la huella candela-riera en las
tierras hispanoamericanas, sin olvidar Brasil donde predicó, sufrió prisión y
escribió sus largos versos en castellano, en portugués, en latín y en guaraní el hoy proclamado Beato por la Iglesia
Católica Padre José de An-chieta, es labor
que desborda los linderos de un solo libro y exige sin duda otra tarea tan interesante como difícil y dispersa
que alguien culminará no muy tarde. Ello
acarreará innúmeras satisfacciones, como la que pude sentir en tierras tan
lejanas como Ecuador cuando tuve oportunidad de admirar, en la suntuosa mansión del pintor Oswaldo Guayasamín en
los altos de Quito, un óleo de la
antigua Candelaria tinerfeña envuelta en sus ropajes barrocos.
Esta es, por tanto, hora oportuna para que una joven
historiadora isleña de nuestro Arte
emprendiera la tarea de plantear desde un observatorio más
cercano y erudito el tema tan de antes como de ahora de nuestra Virgen canaria. Ya había demostrado, su madurez
investigadora y científica desde las páginas de la que fue, bajo la
dirección experta del profesor y amigo Dr. Domingo Martínez de la Peña,
coleccionista él mismo de lienzos de la Candelaria, su Tesina de Licenciatura,
titulada Estudio histórico - artístico de las ermitas de Santa María de Gracia, San Benito Abad y San Juan Bautista. La Laguna, premiada con el Elias Serra Ráfols 1981, y publicó el Ayuntamiento lagunero.
Muchas fueron las novedades documentales y críticas sobre arquitectura y construcción mudejar como de escultura y
pintura, orfebrería y artes decorativas que dio a conocer en vertebrada
y diáfana ordenación.
Con el bagaje incorporado durante su carrera
universitaria, abrillantada con calificaciones superlativas, y la
experiencia asumida en el inventario y análisis del patrimonio de las tres
venerables ermitas aguereñas, estaba en momento propicio para edificar este
nuevo monumento bibliográfico a la Pa-trona del Archipiélago Canario, con
ocasión precisamente de las conmemoraciones
centenarias de su Coronación Canónica y Pontificia de octubre de 1889, a las que ha querido muy acertadamente
sumarse el Aula de Cultura del Excmo. Cabildo Insular de Tenerife
patrocinador de esta edición, que estoy
seguro alcanzará plena y universal acogida y merecerá sin duda más de una
edición.
De una parte, el lector encontrará un riguroso y
sabio estudio histórico-artístico de la antigua talla
policromada que recibieron los guanches en el siglo XV, testigo excelso de la acción
misionera de las décadas en que San Diego de
Alcalá, guardián del convento franciscano de Betancuria, se lanzaba a sus acciones evangelizadoras y según alguno de
sus biógrafos encabezó una expedición
catequista que arribó hasta las playas de Tenerife. La autora se detiene en
las particularidades icónicas de la Candelaria, sus enigmáticas epigrafías siempre misteriosas, y a la
perduración del antiguo icono a través de una numerosa galería de
esculturas, pinturas, grabados y medallas que
nos han perpetuado su aspecto, con o sin sus ricos trajes barrocos y sus muchas joyas, hasta que el triste aluvión de 1826
la sepultó en las honduras del mar. Añade luego noticias inéditas de la
nueva imagen tallada por el oro-tavense Fernando Estévez de Salas, que desde
entonces rememora la faz morena de la escultura gótica desaparecida.
En otra y
segunda nutrida contribución, se enumeran y glosan todos los santuarios,
ermitas, capillas y altares, que a lo largo y a lo ancho de las siete islas se elevaron en todos estos cinco siglos y
proyectan la devoción canaria a su Madonna milagrosa. Especial atención
dedica a la historia de los varios templos,
museos de riqueza deslumbradora en momentos de esplendor, que en la misma playa de Candelaria cobijaron a la
Virgen y a sus nunca escasos peregrinos,
sin olvidar su primitivo recinto de la Cueva de San Blas, evocador de la sociedad guanche que allí le dio culto en
lo que fue una gruta de pastores y
que merece un mayor cuidado y conservación como monumento único del pueblo guanche de extraordinario valor
arqueológico, histórico y religioso.
Entre todos los santuarios que en las siete islas
llevaron y llevan la advocación de
Santa María de Candelaria permítaseme tener una mención particular para un templo que me es muy entrañablemente
querido, el de la Virgen de la Candelaria
del Lomo, en la Villa de Arriba de La Orotava, en que descansa quien fue su edificador, mi tío el Canónigo
Honorario de la S.I. Catedral de Tenerife
y muchos años Párroco de San Juan del Farrobo, D. Domingo Hernández González, sepultado al pie del altar
donde es venerado desde principios del siglo xvm el óleo
oval que retrata a la Virgen y que ahora
sabemos, por investigaciones de Manuel Hernández González, fue pintado por
Jerónimo Cabrera. Nacido a muy pocos metros de la antigua capilla, en la vecina calle del Lomo, no regateó esfuerzos
por reedificarla y ampliarla y
contribuyó a alhajarla con imágenes de los nuevos beatos tinerfeños José de
Anchieta y Hermano Pedro, y con otras donaciones, como el San Francisco de Asís del escultor orotavense Francisco
Perdigón Gramas, muerto en América,
se ha ido incrementando su patrimonio artístico, ya prestigiado con la «Penitencia de Santo Domingo» pintado por el
zurbaranesco orotavense Gaspar de
Quevedo a mediados del siglo xvn.
Sólo me queda felicitar sincera y calurosamente a la
Dra. Riquelme por culminar su hermoso trabajo sobre la Virgen de Candelaria y
también al Cabildo tinerfeño por
el patrocinio de una edición que le honra y nos honra a todos los canarios. Mucho más a quien tuvo el gozo
de orientar una investigación que me llega muy hondo, como nacido en La
Orotava, la Villa que anualmente se
postra agradecida ante la otra Candelaria tallada por Fernando Estévez en conmemoración del volcán de Güímar de
1706, y que por haber nacido un dos de
febrero se llama
jesús A. maría de
candelaria hernández perera
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de
Madrid
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