La
palabra filosofía procede etimológicamente del griego y se traduce: amor al saber. Se ha conservado con
exactitud morfológica en muchas lenguas de
Occidente. Pero la etimología no es
suficiente en este caso para dar cuenta de
todo el contenido que se supone que encierra la filosofía.
En principio, amar al saber parece ser un error. Al saber, ni se le debe amar, ni se le debe odiar, pues
es indiferente a las pasiones. Saber que dos y dos
son cuatro no puede provocar amor, ni
puede provocar odio. Se podría decir que hay
otras formas de saber que no son tan simples
como la ejemplificada, y que sí implicarían
amor. Sería un ejemplo el hallazgo de cuál fue el primer
aposento del homo sapiens en el mundo, pero aún así sería factible dividir el empeño que nos ha conducido a ello en dos partes: una instrumental, que
nos lleve a técnicas desvelatorias de que los
restos hallados pertenecen a un homo, y
que ese homo es sapiens por multitud de
motivos explicados con la misma o parecida exactitud
de que dos y dos son cuatro; y otra parte, no instrumental, que nos lleve a investigar concretamente sobre el homo, guiados, entonces sí, por un
amor, o un asombro, a saber cuál es
el origen del hombre, del que somos
representantes. De la misma manera encontraríamos en cualquier disciplina una
parte instrumental que, propiamente,
implica el saber, y otra motivacional, que sí que nos dispone a amar en función de la finalidad del saber: en biología sabemos que un virus es un
ínfimo
corpúsculo
que produce tal o cual enfermedad, pero no amamos tal cosa sino en tanto posibilitamos la defensa, con ello, de los representantes humanos que se
hallan en peligro de enfermedad; en física
sabemos que la ley de la gravedad atrae a los
cuerpos hacia el centro de la tierra, pero lo
que amamos no es eso, sino la posibilidad de
delimitación del uso de dicha ley para la fabricación de aparatos útiles para
la humanidad; en matemáticas sabemos,
en efecto, que dos y dos son cuatro, pero
no amamos ese hecho, sino las construcciones que en
todas las disciplinas resultan factibles al saber tal cosa; etcétera.
Amar al saber parece ser, pues, una falacia, ya que sólo se ama aquello que revierte de alguna manera al estatuto del hombre vivo en el mundo, bien sea para conservarlo, bien sea para modificarlo. El
saber mismo es un mecanismo racional, inamable por naturaleza.
La tesis de Occidente de que al saber ha de amársele ha procurado el equívoco de que cualquier otra
operación semejante al saber sea, asimismo,
amable. Es el caso de la técnica. La técnica es
vista como un amor a la artesanía, es
ciencia en el sentido de un conjunto de operaciones
que llevan a un fin previsto, adquiere por ello
el estatuto de saber práctico, y resulta, finalmente, amada.
He aquí, pues, que el hombre occidental se encuentra
amando dos cosas que no son amables, sino que
solamente son: el saber y la técnica,
siendo esta última la práctica del saber.
A lo largo de este opúsculo procuraremos continuamente mostrar que existen suficientes sospechas como
para que ni el saber, ni la técnica, merezcan ser
amados, ni tampoco odiados, sino tratados
como meros instrumentos encaminados a
procurar una meta en la existencia humana.
Instrumentos de carácter accesorio.
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