domingo, 4 de agosto de 2013

LA MUJER MOJADA







Escribo para los hombres. Los dioses conocen mi relato desde el tiempo anterior al tiempo.
Porque fui bella e inteligente viví siempre en el filo cortante de lo trágico. Me crié en un ambiente con muchas reglas tácitas, donde no se alentaba la expresión personal en los niños. La aparen­te buena educación se consideraba como una cosa de la máxima importancia. Mi familia fue una mezcla, a partes iguales, de egoís­mo y engaño. Mis padres eran excelentes actores en una comedia de artificio. Detrás de unas máscaras de piedad y de fingida devoción se escondían personas perversas y dañinas. Detrás del hipócrita te­lón social se desarrollaban las escenas más violentas, con el lengua­je más obsceno y los modales más groseros.
Fui la favorita de mi padre. Su naturaleza débil y confusa, también intratable, nunca pudo controlar el miedo y la desconfianza que me producía mi oscura feminidad. Mi madre no me necesitaba, por ello, la amé y la odié. Tampoco necesitaba a mi padre. Cuando mi madre, terrible, destructiva y devoradora, me abandonó, intenté penetrar demasiado en el alma de mi padre. El conflicto entre mi padre y yo se basaba en que yo le conocía y él no me conocía. Tam­bién mi padre me abandonó. Creí que no podía vivir la vida a mi manera, sólo a la de mi madre. Me convertí en mi propia madre y en mi propio padre.
Cuando perdí la simbiosis familiar, una pena intolerable me embargó. Mendigué afectos, supliqué comprensión, sólo recibí falsas monedas de aleaciones de desengaños y de indiferencia. Huí al lado oscuro. Penetré en la tenebrosa cueva de la duda por las sinuosas y escarpadas veredas de la averiguación. Mi espíritu se bañó en el helado mar del desasosiego. El camino fue pedregoso. Lo que toca­ba era áspero. Los tallos de la comprensión eran espinosos, porque el mundo era abyecto. La gente era abyecta. Yo era abyecta. Mis ojos resplandecían, mis mandíbulas se aferraban en un trismo de asco y los espumarajos de repulsa asomaban por mis labios.
Me convertí en un ser atormentado y atormentador. Atormen­tada por el mundo. Atormentada por la vida. Delante de mí había un abismo interminable. Mi ánimo estaba siempre en los extremos. En los extremos de la locura. Iba desde la luz a la oscuridad. Desde la manía a la depresión. Desde la exaltación al abatimiento. Nunca estuve en el centro. En el punto geométrico de la normalidad. Los estratos más oscuros de los sentimientos se removían por las más insignificantes sensaciones. Escarbé en los más recónditos escon­drijos de la mente y encontré la auténtica realidad. La autentica rea­lidad que se esconde a la mirada superficial de la gente ciega, la gente de las fútiles costumbres. Cuando busqué el lado oscuro, una agobiante angustia brotó en mi alma. Cuando no fui capaz de tole­rar el aspecto tenebroso, surgió la rabia.
Apacible, romántica y sentimental, también perturbadora y ex­plosiva, de intensas y rápidas afectividades, poseía una fuerza ex­traña dentro de mí, era una voz que susurraba a través de mí. Estaba hechizada, arrebatada y, también, destruida por un plan trazado por el destino. El destino me insuflaba y me inspiraba. Aumentaba mis­teriosamente mis energías. Un deseo ardiente llenaba mi cuerpo y mi alma, y galopaba por mi sangre. Mi ruina fue el destino. Lo que ocurrió, tenía que ocurrir. El destino hizo que ocurriera algo grande y terrible. Mi desastre personal era inexplicable a los ojos ajenos.
El significado de mi nombre, "la que mata a los hombres ", decía mucho de lo que iba a suceder. Seductora y frígida, jugué con los hombres. Orgullosa y atrevida, exploré las pasiones y los peli­gros mortales que esconden la curiosidad y el poder. Permeable a las impresiones colectivas de la conciencia matriarcal, representé el eterno femenino.
Todo el mundo había previsto que triunfaría y que, con toda seguridad, escaparía a la maldición familiar del alcohol, la estupi­dez y la tragedia. La línea divisoria entre el éxito y el fracaso fue un estrecho camino de oportunidades que recorrí a trompicones en los turbulentos años de la adolescencia. Alcancé grandes logros, pero me sentí vacía. Dotada de gran penetración intuitiva, influida por mi calidad clara, brillante y ligera, adiviné aspectos generales, que resultaban extraños a los que me rodeaban.
Orgulloso e intrépida, indagué el inconsciente, pero la som­bra estaba demasiado desintegrada y separada, y allí, escondido y gesticulante, estaba mi complejo mórbido. Me sentí estrangulada por la sombra. Sufridas las intrusas demandas, reclamé la rehabilita­ción. El problema de mi vida es que siempre actué pasivamente de­jando que las cosas siguieran primero su curso y reaccionando después.
Ya en la vejez, cuando resulta muy fácil traspasar la frontera que nos separa de los muertos, he comprendido que mi vida no es una novedad, sólo una repetición de un ancestral comportamiento. Repetición ininterrumpida de gestos inaugurados por otros. Un man­dato nacido de los fundamentos de la Humanidad dirigió mi vida. Una autoridad desconocida ordenó mis pensamientos y canalizó mis acciones. Cada virtud practicada aquí abajo posee una contraparti­da celestial, en el reinado de la verdadera realidad. Mi cuerpo estu­vo habitado y fue utilizado por lo sagrado y duradero. No fui lo que quise, sino lo que pude. Todas las cosas fueron diseñadas antes de la llegada del tiempo. Lo que hice, ya se hizo.
Desde una estación, no muy lejana, moro en un campo yermo donde mis ánimos no han de crecer nunca más y mis ilusiones se han marchitado para siempre. Abandoné el calor de la rabia y de la cruel­dad. Siento en mi alma los escalofríos de la helada frialdad próxi­ma. Tengo el cuerpo seco, las carnes grises y flácidas como frutos pasados, los cabellos blancos, los huesos aplastados, la piel demasiado usada, la vista turbia, el oído duro, la sangre aguachenta y los nervios agostados. Quebrantada mi belleza. Cumplido mi destino. Humildemente solicito indulgencia, si a alguien daño hice. Si esto no es posible, que, al menos, respeten mi locura.
Mi vida se halla amenazada y el mundo vacío. Quiero abrir las puertas de mi corazón de par en par. Siento, más con afán de recreación que con propósito de reparación, una indecible voluntad de retorno al principio. Tengo necesidad de librarme del recuerdo del pecado y de la larga secuencia de los acontecimientos persona­les.
Por si el relato de mi vida puede justificarme ante la Justicia Ultima, sólo por eso, os cuento lo que ocurrió. Con mi historia voy a mi tarda amiga y costumbre última, la muerte.
Elena Sandoval
P.D. Para huir de mí hablaré en tercera persona.



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