Escribo para los hombres. Los dioses
conocen mi relato desde el tiempo anterior
al tiempo.
Porque fui bella e inteligente viví siempre en el
filo cortante de lo trágico. Me crié en un ambiente con muchas reglas tácitas, donde no se alentaba la expresión personal en los
niños. La aparente buena educación se consideraba como una cosa de
la máxima importancia. Mi familia fue una
mezcla, a partes iguales, de egoísmo
y engaño. Mis padres eran excelentes actores en una comedia de artificio. Detrás de unas máscaras de piedad y de
fingida devoción se escondían personas perversas y dañinas. Detrás del
hipócrita telón social se
desarrollaban las escenas más violentas, con el lenguaje más obsceno y
los modales más groseros.
Fui
la favorita de mi padre. Su naturaleza débil y confusa, también intratable, nunca pudo controlar el miedo y la desconfianza que me producía mi oscura feminidad. Mi madre no
me necesitaba, por ello, la amé y la odié. Tampoco necesitaba a mi padre.
Cuando mi madre, terrible, destructiva y devoradora, me abandonó, intenté penetrar
demasiado en el alma de mi padre. El conflicto entre mi padre y yo se basaba en que yo le conocía y él no me conocía. También
mi padre me abandonó. Creí que no podía vivir la vida a mi manera, sólo a la de mi madre. Me convertí en mi
propia madre y en mi propio padre.
Cuando perdí la simbiosis familiar, una
pena intolerable me embargó. Mendigué afectos, supliqué comprensión, sólo
recibí falsas monedas de aleaciones de
desengaños y de indiferencia. Huí al lado oscuro. Penetré en la tenebrosa cueva de la duda por las sinuosas
y escarpadas veredas de la averiguación. Mi
espíritu se bañó en el helado mar del
desasosiego. El camino fue pedregoso. Lo que tocaba era áspero. Los tallos de
la comprensión eran espinosos, porque el mundo era abyecto. La gente era abyecta. Yo era abyecta. Mis ojos resplandecían, mis mandíbulas se aferraban en
un trismo de asco y los espumarajos de
repulsa asomaban por mis labios.
Me convertí en un ser atormentado y atormentador.
Atormentada por el mundo. Atormentada
por la vida. Delante de mí había un abismo
interminable. Mi ánimo estaba siempre en los extremos. En los extremos de la
locura. Iba desde la luz a la oscuridad. Desde la manía a la depresión. Desde la exaltación al abatimiento. Nunca estuve en el centro. En el punto geométrico de la
normalidad. Los estratos más oscuros de los sentimientos se removían por las
más insignificantes sensaciones. Escarbé en los más recónditos escondrijos de la mente y encontré la auténtica realidad.
La autentica realidad que se esconde a la
mirada superficial de la gente ciega, la gente de las fútiles costumbres. Cuando busqué el lado oscuro, una agobiante angustia brotó en mi alma. Cuando no fui
capaz de tolerar el aspecto tenebroso,
surgió la rabia.
Apacible, romántica y sentimental, también perturbadora y explosiva, de intensas y rápidas afectividades, poseía
una fuerza extraña dentro de mí, era una voz
que susurraba a través de mí. Estaba hechizada, arrebatada y, también, destruida por un plan trazado por el destino. El destino me insuflaba y me inspiraba.
Aumentaba misteriosamente mis energías. Un
deseo ardiente llenaba mi cuerpo y mi alma, y
galopaba por mi sangre. Mi ruina fue el destino. Lo que ocurrió, tenía que ocurrir. El destino hizo que
ocurriera algo grande y terrible. Mi
desastre personal era inexplicable a los ojos ajenos.
El significado de mi nombre, "la que mata a los hombres ", decía mucho de lo que iba a suceder. Seductora y
frígida, jugué con los hombres.
Orgullosa y atrevida, exploré las pasiones y los peligros mortales que esconden la curiosidad y el poder.
Permeable a las impresiones colectivas de
la conciencia matriarcal, representé el eterno femenino.
Todo el mundo había previsto que triunfaría y que,
con toda seguridad, escaparía a la maldición familiar del alcohol, la estupidez y la tragedia. La línea divisoria entre el éxito
y el fracaso fue un estrecho camino de
oportunidades que recorrí a trompicones en los turbulentos años de la adolescencia. Alcancé grandes logros, pero me sentí vacía. Dotada de gran penetración
intuitiva, influida por mi calidad clara,
brillante y ligera, adiviné aspectos generales, que resultaban extraños a los
que me rodeaban.
Orgulloso e intrépida, indagué el inconsciente, pero la sombra estaba
demasiado desintegrada y separada, y allí, escondido y gesticulante, estaba mi complejo mórbido. Me sentí
estrangulada por la sombra. Sufridas las
intrusas demandas, reclamé la rehabilitación. El problema de mi vida es que siempre actué pasivamente dejando
que las cosas siguieran primero su curso y reaccionando después.
Ya en la vejez, cuando resulta muy fácil traspasar
la frontera que nos separa de los muertos,
he comprendido que mi vida no es una novedad,
sólo una repetición de un ancestral comportamiento. Repetición ininterrumpida de gestos inaugurados por otros. Un mandato nacido de los fundamentos de la Humanidad dirigió mi
vida. Una autoridad desconocida ordenó mis
pensamientos y canalizó mis acciones. Cada
virtud practicada aquí abajo posee una contrapartida celestial, en el reinado
de la verdadera realidad. Mi cuerpo estuvo habitado y fue utilizado por lo sagrado y duradero. No fui lo que quise, sino lo que pude. Todas las cosas fueron
diseñadas antes de la llegada del tiempo.
Lo que hice, ya se hizo.
Desde una estación, no muy lejana, moro en un campo yermo donde mis ánimos no han de crecer nunca más y mis
ilusiones se han marchitado para siempre.
Abandoné el calor de la rabia y de la crueldad. Siento en mi alma los escalofríos de la helada frialdad próxima. Tengo el cuerpo seco, las carnes grises y
flácidas como frutos pasados, los
cabellos blancos, los huesos aplastados, la piel demasiado usada, la vista turbia, el oído duro, la
sangre aguachenta y los nervios agostados.
Quebrantada mi belleza. Cumplido mi destino. Humildemente
solicito indulgencia, si a alguien daño hice. Si esto no es posible, que, al menos, respeten mi locura.
Mi vida se halla amenazada y el
mundo vacío. Quiero abrir las puertas de mi corazón de par en par. Siento, más
con afán de recreación
que con propósito de reparación, una indecible voluntad de retorno al principio. Tengo necesidad de librarme del
recuerdo del pecado y de la larga secuencia
de los acontecimientos personales.
Por si el relato de mi vida puede justificarme ante la Justicia Ultima,
sólo por eso, os cuento lo que ocurrió. Con mi historia voy a mi tarda
amiga y costumbre última, la muerte.
Elena Sandoval
P.D. Para
huir de mí hablaré en tercera persona.
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