Nos dejaron el muerto un
sábado a mediodía.
Recuerdo que había mucho solajero, que era un sábado de gente para la playa y que estaba el barrio
casi vacío: ya en vacaciones los chiquillos
de la escuela del rey. Cuando nos lo dejaron,
mi madre se encontraba empezando a preparar el sancocho con cherne de todos los
sábados.
Se encontraba sólita en casa, en la habitación chica
y a oscuras. Acababa de ajulear para afuera las
moscas del bochorno, esas moscas
grandotas y zumbonas. Mi madre, si la
mirabas fijo, parecía rezar, siempre con un millo o un garbanzo en la boca.
El abuelo Ignacio Perpetuo había subido al otro lado
de la loma, donde las cuevas del Baladrón. Ese sábado en que nos lo dejaron
tenía mi padre que haber estado de regreso, pero otra vez lo retrasaba la mala marea del norte. Ya nosotros nos habíamos acostumbrado a ellos, a sus
retrasos.
Por las mañanas tempranito solía el abuelo Ignacio
Perpetuo subir a engatusar su soledad de viejo
con Cesarito Dávilas el cabrero. Subía
después del recorrido por el mercado nuevo y
sus inmediaciones, al amanecer.
Allí en el mercado tomaba los cafés que algunos conocidos le invitaban, bastantes cafés. Y veces habrá
en que nos trajo churros, como
sorpresa alegre para cuando despertáramos.
Luego se iba a charlar o compartir silencios de cigarrillos Virginios con Cesarito Dávilas. Sobre todo
charlaban de gallos y de perros o bobos
de pelea.
Mi padre nos había dicho que pocos hubo como el abuelo Ignacio Perpetuo que supiesen tratar gallos
para la riña. Y que lo afamaron en demasía, que inclusive lo contrataban de otras islas en aquellos tiempos de
prestigio manso. Que llegó a visitar Cuba y
Venezuela, como gallero de estima.
"Aquí, donde ustedes me ven, con los gallos
gané mucho dinero limpio, del honrado. Pero lo
aventaba lueguito y a manos descosidas", le
oí una tarde en la tienda de Ferminito Ñeca el
del rincón alto: una tardecita de guitarras y puntos cubanos, de copas de ron y pejines y pan bizcochado y aceitunas y trocitos de aguacates con sal y azúcar
morena -yo sentado sobre el saco de
lentejas. Él me consolaba con un puñito de
manises o avellanas, por lo mío.
"Siempre tuve vergüenza de poder acabar
rico", recuerdo que también le alcancé a
oír una de las veces en que se dejaba de tocar
y cantar: para humedecer gaznate con el trago de ron frío. Lo susurró mientras chupaba la pipa de una aceituna y con la mirada desleída por la magua
dulce -y muy bajito. Yo se lo oí gracias a lo mío.
El abuelo Ignacio Perpetuo era el padre de mi madre y vecino de siempre en este barrio. "Yo nací
ahí", me dijo la […]
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