viernes, 2 de agosto de 2013

NOS DEJARON EL MUERTO





Nos dejaron el muerto un sábado a mediodía.
Recuerdo que había mucho solajero, que era un sába­do de gente para la playa y que estaba el barrio casi vacío: ya en vacaciones los chiquillos de la escuela del rey. Cuan­do nos lo dejaron, mi madre se encontraba empezando a preparar el sancocho con cherne de todos los sábados.
Se encontraba sólita en casa, en la habitación chica y a oscuras. Acababa de ajulear para afuera las moscas del bochorno, esas moscas grandotas y zumbonas. Mi madre, si la mirabas fijo, parecía rezar, siempre con un millo o un garbanzo en la boca.
El abuelo Ignacio Perpetuo había subido al otro lado de la loma, donde las cuevas del Baladrón. Ese sábado en que nos lo dejaron tenía mi padre que haber estado de re­greso, pero otra vez lo retrasaba la mala marea del norte. Ya nosotros nos habíamos acostumbrado a ellos, a sus retrasos.
Por las mañanas tempranito solía el abuelo Ignacio Per­petuo subir a engatusar su soledad de viejo con Cesarito Dávilas el cabrero. Subía después del recorrido por el mer­cado nuevo y sus inmediaciones, al amanecer.
Allí en el mercado tomaba los cafés que algunos co­nocidos le invitaban, bastantes cafés. Y veces habrá en que nos trajo churros, como sorpresa alegre para cuando des­pertáramos.
Luego se iba a charlar o compartir silencios de ciga­rrillos Virginios con Cesarito Dávilas. Sobre todo charlaban de gallos y de perros o bobos de pelea.
Mi padre nos había dicho que pocos hubo como el abuelo Ignacio Perpetuo que supiesen tratar gallos para la riña. Y que lo afamaron en demasía, que inclusive lo con­trataban de otras islas en aquellos tiempos de prestigio man­so. Que llegó a visitar Cuba y Venezuela, como gallero de estima.
"Aquí, donde ustedes me ven, con los gallos gané mucho dinero limpio, del honrado. Pero lo aventaba lueguito y a manos descosidas", le oí una tarde en la tienda de Ferminito Ñeca el del rincón alto: una tardecita de guitarras y puntos cubanos, de copas de ron y pejines y pan bizcochado y aceitunas y trocitos de aguacates con sal y azúcar morena -yo sentado sobre el saco de lentejas. Él me consolaba con un puñito de manises o avellanas, por lo mío.
"Siempre tuve vergüenza de poder acabar rico", re­cuerdo que también le alcancé a oír una de las veces en que se dejaba de tocar y cantar: para humedecer gaznate con el trago de ron frío. Lo susurró mientras chupaba la pipa de una aceituna y con la mirada desleída por la magua dulce -y muy bajito. Yo se lo oí gracias a lo mío.
El abuelo Ignacio Perpetuo era el padre de mi madre y vecino de siempre en este barrio. "Yo nací ahí", me dijo la […]

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