PREFACIO
La publicación
presente reproduce la traducción de la crónica francesa de la conquista betancuriana de Canarias, que ya había publicado
el Instituto de Estudios Canarios, hace unos veinte años, junto con la edición de los textos franceses, y con la ilustre
colaboración del malogrado historiador del pasado canario, don Elias Serra
Ráfols. Con ser la misma la traducción, será fácil observar algunas
diferencias, en su presentación más que en su texto. La
edición presente observa, en efecto, una
economía diferente, que obedece a la intención de la entidad editora,
de transformar una edición destinada a los especialistas y a los eruditos, en un libro de fácil acceso al gran
público canario, cada vez más interesado por su pasado. Para responder a
la nueva curiosidad de este público, la
vieja crónica ha cambiado de traje: pero, al revés, no se precisa ninguna erudición para percatarse que lo que
se ofrece al público es lo que ya
tenía.
Se necesita, por lo tanto, una explicación. Los
cambios que se han introducido en la
presentación del texto ¿acaso eran necesarios? Sin el aparato crítico de que
nos hemos librado, las verdades que se venden al lector ¿son acaso las
mismas? Al solicitar el interés del público, ¿no se le han hecho algunas concesiones, acaso difíciles de confesar? Aun sin tener
nada que confesar, sí se debe explicar la nueva pauta que seguimos. Por la especial configuración del tema, esta
explicación será laboriosa: pero
mejor que sea ésta, aunque fuese la base del edificio, la única dificultad de nuestro problema.
La historia de la conquista betancuriana es un
episodio complicado a la vez que confuso: en realidad todas
las confusiones y las complica ciones no
están en la misma historia del episodio, sino en la historia de sus crónicas. No se trata de desentrañar aquí las
oscuridades de la una ni de la otra historia; sólo intentaremos indicar
dónde están los problemas y dónde empiezan las dudas. Para mayor claridad,
olvidemos de momento las crónicas de la
conquista, para someter al lector un caso de conciencia.
Supongamos que el lector es
juez de profesión, como lo son en efecto todos los
lectores. La práctica del enjuiciamiento es ya una rutina insoslayable, tanto por obligación profesional
como por automatismo y por hábito: se presenta el querellante X, se defiende el
acusado Y, presenta cada uno su alegato, y
ni hace falta decir cómo va a proceder el juez para seleccionar la
verdad. Pero, una vez en su vida, se le presentan las cosas al revés. Tiene
delante a B, que en realidad no es demandante, sino que pide que se le reconozca su derecho de propiedad sobre una
finca que él ha adquirido y administrado, con presentación de documentos que demuestran esta verdad y la nula
acción de terceros eventuales. El
juez dicta los autos correspondientes y B sigue en la feliz posesión de
su finca. Hasta que aparece G, para protestar, aunque tarde: la finca la ha adquirido él y en la posesión
de B hubo dolo. El también
produce documentos, que parecen poner en duda la autenticidad de los que había presentado B. El juez se
siente incómodo, porque tiene que volver sobre la cosa juzgada y porque, por
otra parte, esta reconsideración de los hechos viene demasiado tarde, cuando
la prescripción protege ya al autor del fraude. En una situación como
ésta, ¿qué podrá hacer el lector juez?
Esta es, precisamente, la situación de nuestras dos
crónicas de la conquista: no son dos
crónicas, sino dos alegatos de parte, que nosotros, historiadores y lectores,
hemos conocido en un orden contrario al de los enjuiciamientos normales. Sabíamos, por decirlo así, desde siempre, que Béthencourt había proyectado, emprendido y
llevado a cabo la primera conquista de las islas: y he aquí que en
1896, a los casi 500 años después de la
conquista, se publica por primera vez el alegato desconocido de Gadifer de la Salle, en que éste declara
que él fue quien llevó el peso de la
conquista y que Béthencourt no hizo más que engañarle a él
En 1896, los juegos estaban ya
hechos. Béthencourt figuraba en todos los manuales, mientras que de Gadifer
apenas había sobrevivido el nombre. La inercia del conocimiento es tal, que un
siglo no ha sido suficiente para que
el juez historiador revisara el pleito de este ilustre desconocido. Además,
Gadifer seguía sin tener suerte: su crónica se ha publicado en malas condiciones, sobre el manuscrito incompleto de un editor que había fallecido antes de terminar su
trabajo. Por todo ello, el proceso sigue todavía en pie. Es imprescindible que
el lector comprenda, antes que todo, que las dos crónicas de la conquista no
son dos crónicas, en el sentido que se suele dar a esta forma
de la historia narrativa, sino dos piezas
fundamentales de un pleito que sigue sub judice. Es probable que
esta situación va a durar mucho, porque el juez no dispo-[…]
-
No hay comentarios:
Publicar un comentario