UNA GENERACIÓN DE LIBERALES HETERODOXOS
Una inmediata reacción de sorpresa ante la ingente labor cultural del hombre que ahora nos ocupa, debe, si no mitigarse, al menos ser adecuadamente inscrita, disuelta, en el seno
del esbozo biográfico colectivo de toda una generación de intelectuales isleños
que, en el remodelamiento contemporáneo de Canarias, jugó un papel a su manera, no más allá de lo que las
condiciones objetivas pudieron permitirle.
Agustín Millares Torres (1826-1896), un intelectual de clase media que protagonizó las contradicciones de nuestra burguesía liberal
decimonónica, compuso música, escribió
novelas, cuentos, dramas y poemas, participó
en la fundación o reorganización de varias
sociedades, dirigió periódicos y pudo, contra
viento y marea, dejar constancia de una singular tarea historicista que
se proyecta en ámbitos diversos. ¿El sólo?
No, desde luego. Formaba parte de una élite cuya praxis se frustró en sus más trascendentales posibilidades, dejando aquí y allá algunos islotes que debemos rescatar a toda costa.
Con un 87 por 100 de analfabetos en 1860, que en 1900 apenas había bajado al 75'26 por 100, y como realidad endémica uno de los más bajos niveles de escolarización del país, era lógico el aislacionismo social de la
intelectualidad urbana canario,
frente al grueso de una población eminentemente campesina. A partir de un tráfico comercial contradictorio desde la Ley de Puertos Francos (1852), el «boom» de la cochinilla, el desarrollo de los puertos y el
inicio de los nuevos cultivos, se crearán
circuitos económicos permanentes
sobre los que fluirán corrientes culturales
europeas, reafirmando la vocación cosmopolita
de nuestras clases medias pensantes,
verdaderas generadoras de la fenomenología cultural del XIX.
La ruptura de los estrechos moldes dieciochescos, la formación de un esbozo de opinión pública en torno al periodismo local, la multiplicación de centros
docentes en relación con épocas anteriores, la organización de sociedades culturales y
bibliotecas
públicas, abrirán perspectivas hasta
entonces inéditas para una exigua minoría, marginada, recalquemos, de un contexto típicamente agrario en donde los núcleos de más de 10.000 habitantes eran sólo tres, según el censo de 1887.
Esa intelectualidad canaria, cuyas posibilidades
de elaboración autóctona se vieron truncadas en gran parte por la bipolari-dad o multipolaridad isleña, resultante de un espacio económico y cultural atomizado o
bipartito, comenzó a dar pruebas de un quehacer novedoso, engarzado con los
precedentes de la
Ilustración, en el decenio 1842-1852. La «Revista Isleña», orientada por Rafael Calzadilla y José Plácido Sansón, así como las reediciones de Espinosa y Núñez de la Peña, las impresiones de Sosa, Abreu Galindo y Castillo, las traducciones de Webb y Berthelot, etcétera, debidas a la Biblioteca impulsada por Pedro M. Ramírez, patentizan la eclosión del romanticismo en Santa Cruz de Tenerife con una caracteriología inicial de mayor relieve que la de sus representantes grancanarios; pese a valiosos precedentes
individuales encarnados en
primera instancia por
Graciliano Afonso, cuyo papel como progenitor de un sustrato cultural o de un modo de entender lo canario debe ser estudiado
urgentemente.
Pero la vuelta al medievo propia de la ideología romántica en Europa debía ser necesariamente en las islas la vuelta a la civilización aborigen, la vuelta a las obras de
Cai-rasco, Viana o
Viera y, a través de ellas, el rescate
de los héroes prehispánicos —Tin-guaro, Doramas, Bencomo, Tanausú—, convertidos en enclaves de articulación para las
peculiaridades de un pasado que se pretendía estimular en el presente. Sobre esta perspectiva, el horizonte cultural inicialmente retardatario de Las Palmas no es lo más relevante; lo peculiar es su no generalización al conjunto en el seno de una realidad en donde,
el descubrimiento de la región
que operan sucesivamente las
sensibilidades romántica [….]
(6 tomos)
VII
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