PRÓLOGO
D. J. Ma. Ga.
Gómez-Meras
El 11 de septiembre de 2001, al mediodía,
cuando las familias departían alrededor de la mesa, unas imágenes de televisión
cortaron las palabras y el aliento.
¿Realidad o ficción? ¿Intermedio publicitario de la Guerra
de las Galaxias de turno? Primero fue la sorpresa, después la
incredulidad, en seguida la duda, pronto la certeza. Una pregunta angustiosa acudió a la boca ¿inicio de la
tercera guerra mundial? No. Se
trataba de la acción terrorista más espectacular, atrevida y cruenta
cometida hasta el presente. Sus objetivos eran los centros de poder económico, militar y político de la potencia
hegemónica: los EE. UU. de América. Y
a continuación desfilaron por la pequeña pantalla escenas de pánico, horror, tragedia y solidaridad.
Lo que vino después, no precisa
ser recordado. Son episodios de aquella
misma desventurada aventura, que Th. Adorno, a mediados del siglo XX,
calificaba como experiencias trágicas de la
barbarie: los nuevos rostros de la
guerra, la inseguridad e intolerancia en la vida cotidiana, los fenómenos de terrorismo, sea en versión fundamentalista
religiosa, sea en forma de
nacionalismo exasperado. En esa metamorfosis del conflicto encajan la guerra
de Afganistán, la nueva Intifada, el fracaso de las vías diplomáticas en el problema de Irak, la
debilidad de la ONU
para encontrar soluciones, la erosión de la unidad de Europa y el último episodio trágico: la segunda guerra
del Golfo y las trágicas e
incontrolables secuelas de la misma.
Una pregunta inquietante,
sin embargo, acosa a las mentes: ¿por qué suceden estas cosas?
A finales del siglo XX, tras la caída del muro de Berlín, el panorama internacional presagiaba tiempos tranquilos. El
enfrentamiento entre los Bloques quedaba atrás, la
democracia ampliaba sus fronteras, el
desarrollo económico evolucionaba con ritmos razonables y buena parte de los litigios post-coloniales eran
desactivados. Incluso algu-[…]
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