lunes, 12 de agosto de 2013

APUNTES SOBRE FILOSOFIA OCCIDENTAL: PENSADORES ANTE EL FIN DE SIGLO



La palabra filosofía procede etimológicamente del grie­go y se traduce: amor al saber. Se ha conservado con exactitud morfológica en muchas lenguas de Occidente. Pero la etimología no es suficiente en este caso para dar cuenta de todo el contenido que se supone que encierra la filosofía.
En principio, amar al saber parece ser un error. Al saber, ni se le debe amar, ni se le debe odiar, pues es indiferente a las pasiones. Saber que dos y dos son cua­tro no puede provocar amor, ni puede provocar odio. Se podría decir que hay otras formas de saber que no son tan simples como la ejemplificada, y que sí implica­rían amor. Sería un ejemplo el hallazgo de cuál fue el primer aposento del homo sapiens en el mundo, pero aún así sería factible dividir el empeño que nos ha con­ducido a ello en dos partes: una instrumental, que nos lleve a técnicas desvelatorias de que los restos hallados pertenecen a un homo, y que ese homo es sapiens por multitud de motivos explicados con la misma o parecida exactitud de que dos y dos son cuatro; y otra parte, no instrumental, que nos lleve a investigar concretamente so­bre el homo, guiados, entonces sí, por un amor, o un asombro, a saber cuál es el origen del hombre, del que somos representantes. De la misma manera encontraría­mos en cualquier disciplina una parte instrumental que, propiamente, implica el saber, y otra motivacional, que sí que nos dispone a amar en función de la finalidad del saber: en biología sabemos que un virus es un ínfimo

corpúsculo que produce tal o cual enfermedad, pero no amamos tal cosa sino en tanto posibilitamos la defen­sa, con ello, de los representantes humanos que se ha­llan en peligro de enfermedad; en física sabemos que la ley de la gravedad atrae a los cuerpos hacia el centro de la tierra, pero lo que amamos no es eso, sino la posi­bilidad de delimitación del uso de dicha ley para la fa­bricación de aparatos útiles para la humanidad; en ma­temáticas sabemos, en efecto, que dos y dos son cuatro, pero no amamos ese hecho, sino las construcciones que en todas las disciplinas resultan factibles al saber tal co­sa; etcétera.
Amar al saber parece ser, pues, una falacia, ya que sólo se ama aquello que revierte de alguna manera al estatuto del hombre vivo en el mundo, bien sea para conservarlo, bien sea para modificarlo. El saber mismo es un mecanismo racional, inamable por na­turaleza.
La tesis de Occidente de que al saber ha de amárse­le ha procurado el equívoco de que cualquier otra ope­ración semejante al saber sea, asimismo, amable. Es el caso de la técnica. La técnica es vista como un amor a la artesanía, es ciencia en el sentido de un conjunto de operaciones que llevan a un fin previsto, adquiere por ello el estatuto de saber práctico, y resulta, finalmente, amada.
He aquí, pues, que el hombre occidental se encuentra amando dos cosas que no son amables, sino que solamen­te son: el saber y la técnica, siendo esta última la prác­tica del saber.
A lo largo de este opúsculo procuraremos continuamen­te mostrar que existen suficientes sospechas como para que ni el saber, ni la técnica, merezcan ser amados, ni tampoco odiados, sino tratados como meros instrumentos encaminados a procurar una meta en la existencia hu­mana. Instrumentos de carácter accesorio.
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