sábado, 23 de marzo de 2013

LE CANARIEN




PREFACIO
La publicación presente reproduce la traducción de la crónica fran­cesa de la conquista betancuriana de Canarias, que ya había publicado el Instituto de Estudios Canarios, hace unos veinte años, junto con la edición de los textos franceses, y con la ilustre colaboración del malo­grado historiador del pasado canario, don Elias Serra Ráfols. Con ser la misma la traducción, será fácil observar algunas diferencias, en su pre­sentación más que en su texto. La edición presente observa, en efecto, una economía diferente, que obedece a la intención de la entidad edito­ra, de transformar una edición destinada a los especialistas y a los eru­ditos, en un libro de fácil acceso al gran público canario, cada vez más interesado por su pasado. Para responder a la nueva curiosidad de este público, la vieja crónica ha cambiado de traje: pero, al revés, no se pre­cisa ninguna erudición para percatarse que lo que se ofrece al público es lo que ya tenía.
Se necesita, por lo tanto, una explicación. Los cambios que se han introducido en la presentación del texto ¿acaso eran necesarios? Sin el aparato crítico de que nos hemos librado, las verdades que se venden al lector ¿son acaso las mismas? Al solicitar el interés del público, ¿no se le han hecho algunas concesiones, acaso difíciles de confesar? Aun sin tener nada que confesar, sí se debe explicar la nueva pauta que segui­mos. Por la especial configuración del tema, esta explicación será labo­riosa: pero mejor que sea ésta, aunque fuese la base del edificio, la única dificultad de nuestro problema.
La historia de la conquista betancuriana es un episodio complicado a la vez que confuso: en realidad todas las confusiones y las complica ciones no están en la misma historia del episodio, sino en la historia de sus crónicas. No se trata de desentrañar aquí las oscuridades de la una ni de la otra historia; sólo intentaremos indicar dónde están los proble­mas y dónde empiezan las dudas. Para mayor claridad, olvidemos de momento las crónicas de la conquista, para someter al lector un caso de conciencia.
Supongamos que el lector es juez de profesión, como lo son en efec­to todos los lectores. La práctica del enjuiciamiento es ya una rutina insoslayable, tanto por obligación profesional como por automatismo y por hábito: se presenta el querellante X, se defiende el acusado Y, pre­senta cada uno su alegato, y ni hace falta decir cómo va a proceder el juez para seleccionar la verdad. Pero, una vez en su vida, se le presen­tan las cosas al revés. Tiene delante a B, que en realidad no es deman­dante, sino que pide que se le reconozca su derecho de propiedad sobre una finca que él ha adquirido y administrado, con presentación de do­cumentos que demuestran esta verdad y la nula acción de terceros even­tuales. El juez dicta los autos correspondientes y B sigue en la feliz posesión de su finca. Hasta que aparece G, para protestar, aunque tar­de: la finca la ha adquirido él y en la posesión de B hubo dolo. El tam­bién produce documentos, que parecen poner en duda la autenticidad de los que había presentado B. El juez se siente incómodo, porque tiene que volver sobre la cosa juzgada y porque, por otra parte, esta reconsi­deración de los hechos viene demasiado tarde, cuando la prescripción protege ya al autor del fraude. En una situación como ésta, ¿qué podrá hacer el lector juez?
Esta es, precisamente, la situación de nuestras dos crónicas de la conquista: no son dos crónicas, sino dos alegatos de parte, que nosotros, historiadores y lectores, hemos conocido en un orden contrario al de los enjuiciamientos normales. Sabíamos, por decirlo así, desde siempre, que Béthencourt había proyectado, emprendido y llevado a cabo la pri­mera conquista de las islas: y he aquí que en 1896, a los casi 500 años después de la conquista, se publica por primera vez el alegato descono­cido de Gadifer de la Salle, en que éste declara que él fue quien llevó el peso de la conquista y que Béthencourt no hizo más que engañarle a él
En 1896, los juegos estaban ya hechos. Béthencourt figuraba en to­dos los manuales, mientras que de Gadifer apenas había sobrevivido el nombre. La inercia del conocimiento es tal, que un siglo no ha sido su­ficiente para que el juez historiador revisara el pleito de este ilustre des­conocido. Además, Gadifer seguía sin tener suerte: su crónica se ha pu­blicado en malas condiciones, sobre el manuscrito incompleto de un editor que había fallecido antes de terminar su trabajo. Por todo ello, el proceso sigue todavía en pie. Es imprescindible que el lector compren­da, antes que todo, que las dos crónicas de la conquista no son dos cró­nicas, en el sentido que se suele dar a esta forma de la historia narrati­va, sino dos piezas fundamentales de un pleito que sigue sub judice. Es probable que esta situación va a durar mucho, porque el juez no dispo-[…]
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