domingo, 18 de noviembre de 2012

HISTORIAS INMORALES COLONIALES EN CANARIAS (IV)



 
 
Chaurero n Eguerew
 
De tal palo…tal astilla

Hay pocas diferencias entre quienes hacen la historia y los que la escriben. Más que un hilo, una confusa madeja los separa, que en la mayoría de los casos, se diluye cual alucinación, cual espejismo, que son los eventos que entran en juego entre lo real y lo imaginario, entre lo que sucede y lo que se inventa, para dar paso a narraciones de exaltación social y humana que lidian entre lo apologético y lo alegórico.
Germán Santiago.
 
   De casta le viene al galgo tener el rabo largo, este refrán popular pretende reflejar que las cualidades positivas o negativas de un individuo pueden ser heredadas por sus hijos, máxime en las sociedades machistas donde a los hijos se educan para que sean fieles reflejos de sus padres, especialmente en los aspectos sociales donde el predominio masculino relega a la mujer a la condición de semi esclava, nacida para ser sierva del padre y hermanos, del marido y de los hijos, con lo cual de padres dominantes y maltratadores se forman hijos de igual condición. En la colonia canaria estos condicionantes sociales se dan en la cultura europea impuesta, más específicamente en los núcleos urbanos, escapando un poco de la tónica general los rurales donde aún perduran ciertas tradiciones sociales netamente canarias y ancestrales.
 
   Estos parámetros de predominio masculino no estaban presentes en la antigua cultura guanche donde la mujer gozaba del máximo respeto y estaba totalmente equiparada al hombre además de ser la trasmisora del linaje y la herencia de la tierra, pues no en vano la sociedad guanche era matrilineal.
 
   Desde tiempos inmemoriales las colonias ha sido campo de oportunidades de aventureros sin escrúpulos, segundones de pretendidos linajes y funcionarios ansiosos de medrar, en aquella época no eran pocos los hijodalgo  aventureros españoles y portugueses establecidos en las isla o no que recorrían las costas  y campos desprotegidos del archipiélago robando a los ricos colonos y los barcos que transportaban los azucares y vinos producidos en la colonia hacía Europa o a la otras colonias españolas en América.
 
   Algunos de ellos cuando ya habían amasado una mal adquirida y considerable fortuna  deseando disfrutar de una vida alejada de aventuras, o deseosos de asentar la cabeza (a la manera española, como diría Machado) una de sus primeras inversiones consistía en adquirir títulos de nobleza, pretensiones a las que la corona española no acostumbraba a poner muchos inconvenientes siempre que dichas pretensiones fuesen acompañadas de buenos doblones de oro con que alimentar las arcas reales siempre hambrientas.
 
   Quizás el obstáculo más importante a superar por los pretendientes a la nobleza castellana aunque esta fuera de segundo o tercer orden era el del expediente de limpieza de sangre, obstáculo fácilmente superable para los expertos genealogistas -la mayoría de ellos clérigos de la iglesia católica- que a cambio de buenos dineros eran capaces de convertir a un destripa terrones en descendiente de las más rancias casas solariegas de la península ibérica. Un método habitual para hacer desaparecer indeseadas ascendencia era el saqueo y en ocasiones la quema de los archivos parroquiales, únicos registros familiares existentes en aquellos tiempos. Por otra parte, la apropiación de la descendencia de determinados linajes basados en la coincidencia de apellidos era práctica habitual en una sociedad colonial donde el prestigio social no iba unido a una actividad intelectual o productiva para la colectividad, sino en función de un origen español, especialmente cuando este iba unido a un supuesto linaje reconocido.
 
  Lo expuesto anteriormente viene a cuento o mejor dicho me sirve de excusa para rescatar un interesante artículo del historiador criollo canarii D. Agustín Millares Torres en el cual trata de una historia “secreta” de algunas familias de colonos cuyos preceptos morales estaban basados en la doble moral cristiana, preceptos que aún animan a gran parte de la sociedad canaria actual.
 
Apellidos Bastardos  

  “Al casarse por segunda vez doña Beatriz de Bobadilla con el Adelantado, Alonso Fernandez de Lugo tenía dos hijos de su primer marido, el ajusticiado Hernán Peraza, llamados Guillen e Inés, quienes después de la muerte de su madre solicitaron y obtuvieron por tutor a su padrastro don Alonso.  
   Don Guillen, habiendo cumplido sus 14 años en 1505, se emancipó de aquella tutela y entró en la libre posesión de sus estados, tomando el título de conde de La Gomera , mientras su hermana doña Inés casaba con don Pedro de Lugo, hijo segundo del Adelantado y heredero de todos los honores y mayorazgos de su casa, por muerte de su hermano don Fernan­do.  

   No podía don Guillen con su título, rango y pretensiones nobiliarias permanecer mucho tiem­po oscurecido en aquella pequeña isla apartada de todo trato social, habitada por gente ruda y salvaje y de limitado horizonte, y así por ello a nadie pareció extraño que hiciera un viaje a Gran Canaria, a donde le llamaban arreglos y litigios con su tutor, cobranza de rentas y cuestiones so­bre diezmos de orchilla con el Cabildo y su obispo.  

   Esperábale en Las Palmas una aventura sin­gular, propia de su juventud y audacia. 

   Vivía en aquella ciudad una doncella hermosa y deuda suya, llamada doña Beatriz Fernández de Saavedra, cuya historia secreta se contaba de este modo:  

    Entre las personas principales que siguieron a doña Inés Peraza en su primer viaje a Lanzarote se distinguía su primo, Luis González Martel de Tapia, a quien nombró gobernador de la isla del Hierro. Casóse allí con una bellísima isleña y de esta unión nació Rufina de Tapia, tan bella como su madre. Andando el tiempo esta joven casó a su vez con Diego de Cabrera, gobernador de Lanzarote, y por segunda vez en Canaria con el portugués Manuel de la Noroña , hermano de Simeón González de la Cámara , gobernador de La Madera. Tratando de volver al Hierro y es­perar allí órdenes de su último marido, salió de Las Palmas con dirección al puerto de las Isletas, donde debía embarcarse, acompañada de una vis­tosa comitiva.  

   Rondaba por entonces estos mares un hidalgo lusitano, llamado Gonzalo Fernández de Saavedra, que con dos carabelas armadas en corso asaltaba las embarcaciones, robando y saqueando cuanto al paso encontraba y llevando el terror hasta los mismos pueblos litorales de las Islas. Este corsario, que se apreciaba de galante y guapo, al tener noticia del viaje de Rufina quiso aprovechar la ocasión y, desembarcando en la playa del puer­to, atacó de improviso la comitiva, dispérsala y apoderándose de la hermosa herreña se encerró con ella en la ermita de Santa Catalina y por fuerza húbola.  

   El fruto de esta sacrílega violación fue doña Beatriz de Saavedra, educada por su madre en Las Palmas y a la cual el conde amó, persiguió y dio palabra de casamiento, obteniendo de ella favores de esposo. Nacieron de este clandestino  enlace tres hijos llamados don Fernando, doña Ana y doña Catalina que llevaron los apellidos de Sarmiento, Peraza y Ayala.  

Siguiendo las inclinaciones de su voluble carácter y de sus desordenados apetitos, o tal vez impulsado por crecientes ambiciones, determinó abandonar a su desgraciada víctima y, pretextan­do negocios urgentes, se alejó de Canaria y pasó a España, casándose en Jerez de la Frontera con su prima doña María de Castilla, hija del corre­gidor de aquella ciudad don Pedro Xuárez de Cas­tilla, que le llevaba en dote dos millones trescien­tos mil maravedíes.  

Sucedía esto cuando López de Sosa era tras­ladado al Darién, dejando vacante el gobierno de Gran Canaria, y, ya fuese porque el conde lo deseara o porque el don Pedro creyese mejorar su posición, solicitó y obtuvo en 1517 el nombra­miento de gobernador de aquella isla a donde se trasladó con su familia acompañado de su yerno.


Entretanto, la desgraciada doña Beatriz, en­terada de aquel verdadero casamiento y perdida toda esperanza de protección y cariño, se retiró a la isla de La Palma y se consagró a la educación de sus hijos y a llorar sus perdidas esperanzas.”  

Septiembre de 2009.

Fuente:  

Agustín Millares Torres
Historia General de Las Islas Canarias
Edirca. Las Palmas de Gran Canaria, 1977.  

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