Josefa Falcón Abreu
Leoncio Rodríguez
¡PINO CANARIO...! Árbol isleño por excelencia,
único de su especie en el mundo; el más útil, el más sobrio y resistente de
nuestra flora. Árbol de los mitos guanches, de las tradiciones religiosas, de
las ofrendas votivas. Árbol con justo título llamado canariensis, de nombre tan
socorrido entre las mujeres isleñas, tan bello y sonoro: ¡Pino...! Su historia
está llena de vicisitudes y heroísmos. Porque ninguno de nuestros árboles fue
tan codiciado y perseguido, ni supo resistir como él, tan obstinadamente, la
saña enemiga.
Todavía en los albores de la Conquista, apenas
profanada la virginidad de nuestras selvas, ya comenzaban su acoso y su
exterminio. Una guerra implacable, sin tregua ni cuartel, que les obligó a
buscar cobijo en las quebradas y las cimas de las montañas, en las márgenes de
los barrancos o entre las escorias volcánicas, procurándose un asidero y un
refugio contra la cruzada tenaz de sus insaciables enemigos.
De poco sirvieron aquellas enérgicas medidas y
prevenciones del primer cabildo de la isla, convertidas en ley y mandato para
todos los pueblos: “Que en las licencias que se dieren para cortar pinos se
exprese siempre que sea obligado el que lleve la tal licencia, a mondar diez
pinos pequeños por cada un pino. Que no se corten de menos frente de grueso de
dos palmos, so la pena en que caen los que corten madera de pino sin tener
licencia para ello. Y que ninguna persona sea osada de cortar pinos para hacer
pez, pena de mil maravedís por cada un pino, y de perdimiento de la pez”.
Las dilatadas áreas que abarcaban los pinares de
la isla, y que en algunas zonas extendíanse hasta las costas, quedaron bien
pronto reducidas a núcleos aislados en los filos y vertientes de las
cordilleras centrales. Y aun en ellas sufrieron el asedio de los que se
disputaban el botín ubérrimo de sus resinas y maderas. Maderas veneradas, “del
árbol inmortal”, para los indígenas, “que no se pudrían jamás ni encima ni
debajo de la tierra ni dentro del agua”. Maderas sagradas, que sirvieron de
sarcófagos para sus reyes y de escudos y lanzas para sus guerreros. Maderas que
fueron después techo, lumbre y ornato de los hogares canarios; balcón, postigo
y celosía de nuestras mujeres; vigas para nuestros lagares y molinos; aperos
para nuestra labranza; canalones para nuestras albercas y antorchas para
nuestros pescadores... ¡Maderas privilegiadas, de acres aromas, nudosas y
fuertes, resistentes y duras como las rocas isleñas!
De la exuberancia de nuestros pinares hiciéronse
lenguas todos los historiadores. Viejos cronistas refieren que, a principios
del siglo XV, sólo en la isla de El Hierro existían más de cien mil pinos,
muchos de ellos tan gruesos que dos hombres no podían abarcarlos. En Tenerife
abundaban los ejemplares corpulentos en Los Realejos, donde las continuas talas
y un voraz incendio, ocurrido en 1731 y que duró varios días, destruyeron
totalmente sus bosques.
Fama tuvo también por sus pinos gigantes la
región que se extendía al norte de la villa de La Orotava hasta los límites
de Las Cañadas. En esta zona, y poco antes de llegar a la antigua Cruz de la Solera, en el Monte Verde,
descollaban por su altura el pino llamado del “Dornajito”, del que pendían, a
modo de cabellera, grandes festones de plantas parásitas, el “Pino de las
Meriendas” y el de “La
Carabela”, en lo alto de la escarpada colina de su nombre. A
través de estos grandes árboles observó el ilustre viajero inglés Mr. Edens,
visitante de Tenerife a principios del siglo XVIII, cómo se incendiaban en el
aire, a modo de cohetes, algunas materias sulfúreas.
Ninguno de estos pinos seculares existe ya. Todos
sucumbieron como aquellos “viejos del bosque”, los “viejos de alma grande”,
evocados en su “Tarde en la
Selva” por nuestro poeta Tomás Morales:
Heridas por la muerte las sabias vigorosas, ved
cómo el triste extiende sus ramas bienhechoras.
Mejor suerte corrieron los pinos “gordos” en la
región del sur, sin duda porque la distancia y lo abrupto del lugar contribuían
a resguardarlos en parte del odio y la barbarie de los perseguidores del árbol.
Así han podido prolongar su existencia hasta nuestros días ejemplares tan
notables como el pino de Tágara, en Guía de Isora, de bravío e imponente
aspecto, y los más conocidos de Vilaflor, que el vulgo ha bautizado con el gráfico
nombre de “pinos gordos”.
En uno de los escenarios más bellos de la isla,
al abrigo de la pequeña cuenca coronada por las alturas de San Roque, El
Sombrerito y El Guajara, a lo lejos, estos colosos de la selva son como
símbolos vivientes del vigor de la raza. Uno de ellos, producto de una
gemelización, mide más de sesenta metros de altura y ocho de circunferencia del
tronco, y cuenta en su viejo historial con el honroso título de haber sido
proclamado campeón en un concurso nacional organizado por la Revista de montes para
premiar el ejemplar de mayor desarrollo entre todos los de las regiones
españolas. Y no le va a la zaga en corpulencia y majestuosidad otro existente
en el sitio conocido por la
Madre del Agua, de 65 metros de altura y 7’75 de circunferencia,
que compite en altivez y belleza con su congénere del Monte de Agua Agria.
Todo es grato y sugeridor en el ámbito que rodea
estas imponentes moles vegetales: luz diáfana, cielo alegre y sereno, rumor de
fuentes cantarinas, aromas suaves de ardisias y codesos, y aires tonificantes y
asépticos, de fama universal.
Pinos venerables, que sirvieron de baluarte a las
huestes del rey Adjoña y presenciaron los arrobos místicos de aquel joven
lugareño, Pedro de Bethencourt, soñador de aventuras en Indias, más tarde
misionero ilustre, fundador de los betlemitas en Guatemala.
Pregoneros de la leyenda; venerables vestigios de
la antigua Miraflor, célebre por sus bosques y sus fuentes, y también por el
alto renombre que de bella tuvo una guancha en ella celebrada.
¡Quién sabe si, a la sombra de estos ingentes pinos de Miraflor, halló su asiento la tradición famosa de las dos fuentes de las Islas Afortunadas: la de las aguas agrias que hacían llorar y la de las aguas dulces que hacían reír!... Por lo que no se podía beber de la una sin buscar el remedio y el consuelo de la otra...
¡Quién sabe si, a la sombra de estos ingentes pinos de Miraflor, halló su asiento la tradición famosa de las dos fuentes de las Islas Afortunadas: la de las aguas agrias que hacían llorar y la de las aguas dulces que hacían reír!... Por lo que no se podía beber de la una sin buscar el remedio y el consuelo de la otra...
Del libro: Los árboles históricos y tradicionales
de Canarias (crónicas de divulgación. S/C de Tenerife: Biblioteca Canaria, ca.
1940.
Abril de 2014.
No hay comentarios:
Publicar un comentario