viernes, 20 de abril de 2012

Estudio histórico documentado de la autonomía de Canarias.


Resumen

A los hijos del Archipiélago Canario.
Ha terminado la batalla: el iris de la paz se extiende por el archipié­lago afortunado, y ya constituyen las siete islas Canarias siete familias unidas por los vínculos del amor, la justicia y el trabajo; y se aprestan a conquistar el puesto a que les da derecho la Historia y la Geografía.
Mi pequeñez no me exime del deber de declarar y publicar verda­des que deben saber todos los hijos de Canarias, para honrar debidamente a los espíritus nobles y generosos que contribuyeron a redimirnos: es más, entiendo que estoy obligado a ello, por circunstancias especiales que me han encadenado al desenvolvimiento de los sucesos.
No es la vanidad, ni la pedantería las que me obligan a hacer estas manifestaciones, sino un sentimiento de justicia y de gratitud, y el dere­cho de legítima defensa de mi persona, que precisamente por su peque­nez, no debo tolerar que se la disminuya más, calificándola de tinerfeña o de acanariada, según cuadró a la prensa de Las Palmas o de Santa Cruz, y dando la callada por respuesta cuando me dirijo a los directores de los pe­riódicos pidiendo rectificación de sus gratuitas afirmaciones.
La batalla se ha librado en toda la línea; los ejércitos beligerantes acumularon durante muchos años poderosos medios ofensivos y defensi­vos en el campo de batalla; y ésta se ha desarrollado hasta en sus más pequeños detalles con toda precisión y claridad; y como ha sido principal­mente con la pluma, no hay peripecia que no esté documentada.
Los términos o extremos de la batalla eran claros y precisos: el Ar­chipiélago canario, sujeto como las demás provincias españolas, a la Ley provincial vigente, era absorbido por la capital provincial, sin que los servi­cios de la organización de la Ley alcanzaran, por su condición insular, a las demás islas del Archipiélago; y Tenerife, al amparo de la Ley, defendía el saneado usufructo del contingente provincial y sus adherencias. Gran Ca­naria, que por su vitalidad creciente, se consideró con fuerzas para romper la coyunda de Santa Cruz, planteó la batalla, invocando su engrandeci­miento, para obtener la creación de una nueva provincia de las tres islas orientales y territorios africanos. Las razones que en pro y en contra se alegaron, se omiten, en honor a la brevedad. Las cinco islas restantes, su­jetas política y económicamente, cada grupo a su cabeza respectiva, care­cían de toda voluntad e iniciativa, y hasta sus corporaciones oficiales no se atrevían a negar sus firmas, para todo lo que se les ordenase. Santa Cruz y Las Palmas eran los dos únicos cerebros directores del Archipiélago; e invocando la misma Ley provincial, ambas deducían, a fuerza de lógica, conclusiones diametralmente opuestas: la primera, que era necesaria la unidad provincial, hasta como base de la unidad nacional; la segunda, que se imponía la división, como base esencial de la vida de las tres islas orien­tales: pero todo sobre la base de la Ley provincial. Las cinco islas restan­tes, que veían iban ganando poco con cambiar de amo, y se exponían a un recargo de impuestos provinciales; los más débiles callaban, por miedo o por la persuasión de su impotencia, y los más fuertes protestaban por con­veniencia.
Ya en 1892, las islas de Lanzarote y Fuerteventura habían experi­mentado un movimiento de aproximación, para obtener representación en la Diputación Provincial, con el fin de realizar sus aspiraciones; pero enca­denada por compromisos a Gran Canaria no pudo realizarlos Lanzarote; y Fuerteventura sólo obtuvo de los políticos y propietarios canarios la contes­tación de «que podían nombrar un diputado provincial hijo de Fuerteventura, siempre que se pusiera a las órdenes de don Fernando de León y Castillo». Hay que decir que el propuesto fue el firmante del presen­te folleto; como también que rechazó la investidura, por considerarla indecorosa, para sí y para su isla, con tal condición.
Pero la solidaridad entre Lanzarote y Fuerteventura fue creciendo al calor de la alta personalidad de don Leandro Fajardo; y ya en 1896 libraron ambas islas unidas la batalla contra los políticos canarios; y por prime­ra vez se sentaron en los escaños de la Diputación Provincial, diputados, conejeros y majoreros, que carecieran de toda clase de compromisos con políticos tinerfeños ni canarios. Pero ¡dolorosa victoria que costó la vida del ídolo de Lanzarote, arrebatada por su asesino la noche misma de la elección!
Durante los cuatro años en que el firmante se honró con la investi­dura provincial adquirió el convencimiento pleno, y así lo comprueba la historia no interrumpida de la Diputación en lo que alcanza la memoria, de que los intereses de cada isla no solamente son distintos, sino hasta opues­tos entre sí, al extremo de no poderse, en justicia, resolver ninguna cues­tión provincial sino cuando interesa a las islas que disponen de la mayoría de la Diputación; pues ésta no se reúne, sino cuando conviene a los políti­cos respectivos. Ejemplos palpables de ello se le ofrecieron repetidos y a cual más notable.
Deseando realizar la aspiración de Lanzarote y Fuerteventura, pro­puso en unión de sus compañeros que la Diputación pidiera al Gobierno la creación del distrito electoral para diputado a Cortes por ambas islas: los diputados por Tenerife se opusieron, como un solo hombre, alegando que era darle un diputado más a Gran Canaria; los políticos canarios se habían opuesto antes, alegando que no podían consentir en la independencia de ambas islas. ¡Y todos reconocían que era legal y justa la pretensión!
Desde 1860, un ilustre hijo de Fuerteventura legó una cantidad para levantar un hospital en aquella isla, cuya cantidad usufructuaba un prote­gido de la política: fue de necesidad que el firmante formara el número quince y estuvieran sin aprobarse los presupuestos provinciales cuatro días, para que soltaran la presa. Se construyó el hospital, y ¡hace diez años que está cerrado, ya sin techo y amenazando ruina; habiendo consignación para montarlo!
En 1898, y por las necesidades de nuestros desastres antillanos, se gravó la industria hullera con un impuesto sobre el carbón, correspondiéndolé a esta provincia 500.000 pesetas: entonces se unieron los diputados por Las Palmas y por Santa Cruz y propusieron a la Diputación que solicita­ra del Gobierno que levantara la contribución de las casas carboneras, y ¡la derramara sobre las siete islas del Archipiélago! Tal monstruosidad no pudo prosperar, porque los diputados rurales formaron bloques con el firmante; y se impidió tal injusticia.
¿A qué seguir? Sería interminable y todos los canarios saben al gra­do de abyección moral, política y administrativa a que se llegó con los pac­tos políticos; los Puertos Francos, etc., etc., que llegó a asquear a los políti­cos honrados de la Metrópoli.
Entonces vio el firmante la imposibilidad de remediar el mal dentro del régimen provincial establecido; constituido, como se hallaba, un cacicazgo, que como grapa de hierro inmovilizaba todo movimiento re­dentor de cada isla; y comprendió que sólo rompiendo la Ley provincial en sus aplicaciones de unidad al Archipiélago, para que cada isla se adminis­trara a sí propia, y que como entidad natural tuviera personalidad legal y política, podía aspirar a su redención.
Pero a la vez comprendió que era punto menos que imposible la realización de este ideal, y convencido de la inutilidad de sus esfuerzos dentro de un organismo hábilmente combinado por el caciquismo, y enra­recido de todo ambiente moral, renunció en marzo de 1900 su acta de di­putado provincial; porque entendió que el hombre que tiene conciencia de lo que debe a su pueblo, y lo que se debe a sí mismo, no puede prestarse, bajo ningún pretexto, a contribuir a envilecer al primero, ni a abyectarse a sí propio, a pesar de lo imperiosas que resultan las necesidades de la natu­raleza humana.
Retirado a su hogar, entrevio un rayo de esperanza, para la realiza­ción de la regeneración de Canarias, con lo que aparentemente más pare­cía negarla; con el resurgimiento divisionista de la isla de Gran Canaria.
Comprendió que la potencialidad económica, cada día creciente, de esta isla no podía resignarse a tolerar la expoliación de una capital inferior en riqueza y porvenir; y aguardó con una paciencia felina durante diez años, en que se realizaron, aunque anticipados, sus cálculos.
En 1906, y con motivo del viaje de S.M. al Archipiélago canario, el Ministro que le acompañó, Sr. Conde de Romanones, actual Presidente del Consejo de Ministros, escribió una memoria, resucitando el viejo pleito de la división de la provincia de Canarias. Esto prendió el fuego de viejos ideales y de nuevas aspiraciones de independencia en Gran Canaria; y como por encanto surge un partido poderoso levantando la bandera de la división de la provincia, sin paliativos ni reformas; literal el programa de los divisionistas de 1850.
Pero los años y la civilización no transcurren en balde; y dentro de la ciudad de Las Palmas, del núcleo divisionista, se levantaron voces de espíritus fuertes, anteponiendo las ideas autonómicas a las ideas divisionistas, iniciando la campaña el valiente periodista Ramírez Doreste, lo que le valió el que las turbas quisieran apedrearle la Redacción de su periódico; pero los partidarios de la división, temerosos de que la falta de unidad en las falanges de las tres islas orientales, pudieran comprometer el éxito de la batalla, se cierran a toda clase de razones y empleando desde el ridículo y la coacción hasta la amenaza, hicieron enmudecer a los espíritus amantes de la libertad y de la justicia. Sólo el partido republicano federal, con su jefe Franchy y Roca a la cabeza, sostuvo gallardamente sus convic­ciones en la prensa y en la tribuna, hasta la terminación de la jornada, en que libró ruda batalla en Madrid, para la aprobación de la Ley.
Y la batalla empezó a desenvolverse en toda la línea: las prensas de las dos capitales pasaron, en temperatura, del cárdeno al rojo, y del rojo al blanco; sosteniendo cada una que la felicidad del archipiélago canario es­taba en administrar una o las dos el contingente provincial de las siete islas: y sostenía, cada una, que peligraba hasta la unidad nacional si no se la dejaba en el pacífico usufructo del producto del trabajo de las demás. Y llovieron paladines de aquende y allende los mares, para defender tan no­bles causas, aunque con finalidades más o menos parlamentarias. Y caye­ron sobre la Villa y Corte numerosas y poderosas comisiones, para conven­cer a los directores de la política nacional de que la regeneración de Cana­nas consistía exclusivamente en que nos administrara sólo Santa Cruz, o ésta y Las Palmas.
Los espíritus fuertes y justos se dan en todos los pueblos; y en Santa Cruz como en Las Palmas, se levantaron amantes de la autonomía, que volvieron por los fueros de la equidad y de la justicia, en defensa de las islas menores. Pero les cupo, aunque no en tanto grado, porque el peligro  era tan inminente, igual suerte que los autonomistas de Las Palmas; los hicieron enmudecer ante la suprema razón del salud populis.
Pero la batalla arrecía con una R.O. del 16 de abril de 1910, en que el Gobierno presenta un cuestionario, que debían contestarlo todas las entidades y corporaciones de Canarias; y los políticos de Santa Cruz vie­ron en peligro su derecho de beato possidenti (bienaventurado el que po­see) y comprendiendo el avance de las doctrinas autonomistas y el efecto favorable que surtiría en las demás islas, empiezan a proclamar las prime­ras doctrinas autonomistas: y su Comisión en Madrid, en julio de 1910, al contestar al Cuestionario dice literalmente:
«Observaciones relativas a una nueva organización de la provincia de Canarias».
«Importa no hacer una excepción de la provincia de Canarias en lo que se refiere a la organización que las leyes han dado a las peninsulares y por ello que se preconice en este trabajo, que debe subsistir la Diputación Provincial conforme lo ha estudiado la Constitución del Estado, como enti­dad representativa de la que se denomina Provincia. Las diferencias que en este sentido traten de establecerse por el influjo de personalidades po­líticas o por disposiciones gubernativas poco estudiadas, serán siempre perturbadoras de la tranquilidad de las islas.

   La Diputación Provincial de Canarias se constituirá con la repre­

sentación de cada uno de los diez partidos judiciales que existen en las

islas en la actualidad; cada uno de los cuales elegirá tres diputados provin­
ciales.

   Ninguna otra alteración se hará respecto al funcionamiento de

la Corporación provincial de Canarias que continuará como lo preceptúa la

Ley. A los ayuntamientos de la islas se les dará aquel realce que deben
tener por su significación y por el importante papel que desempeñan.

   Los Cabildos insulares se establecerán con los prestigios debi­

dos para representar la personalidad de cada isla».
Tales son los organismos que deben existir en Canarias en lo que se relaciona con los asuntos a que se contrae el cuestionario para la informa­ción dispuesta por la R.O. de 16 de abril de 1910.
Las atribuciones y deberes que les asignan a los Cabildos se sinte­tizan en «Rodearlo de todos los prestigios, para que pueda excitar el celo de los Ayuntamientos; pero nada de administrar el contingente provincial».
Los políticos de Las Palmas no se quedaron atrás; y respondiendo a la información ordenada por la R.O. citada de 16 de abril de 1910, concibie­ron y realizaron la idea, única en su género por lo peregrina, de hacer que los treinta y ocho municipios de las tres islas orientales contestaran al cues­tionario presentado por el Gobierno, copiado literalmente uno de otro con puntos y comas, desde la cruz a la fecha.
Entresacamos, por lo extenso, los párrafos principales de la «Orga­nización político-administrativa», que pedían para la nueva provincia:
«El régimen vigente en todo el territorio nacional, con sus ventajas e inconvenientes intrínsecos, que unas serán ampliadas y otros corregidos por el Poder legislativo, en el tiempo y en la medida que impongan la expe­riencia de las necesidades públicas, debe subsistir en Canarias, sin adoptar otro especial que establezca diferenciación, ocasionada a menoscabar la absoluta identificación del territorio insular con el peninsular».
«Dos provincias, con los organismos y Autoridades que les son pro­pios, es la organización más adecuada al modo de ser del Archipiélago».
«Dentro de ella pueden disfrutar las islas de conveniente autono­mía, aplicando con amplio sentido descentralizador la ley Municipal, y es­timulando y formando las asociaciones o mancomunidades de los Ayunta­mientos de cada isla autorizadas por el art. 80 de la propia ley para fines de interés común».Con lo expuesto queda sintetizado el concepto que hasta julio de 1910 tenían los políticos de Santa Cruz y de Las Palmas de la autonomía que necesitaba el Archipiélago canario.
Huelga decir que, como asteroides de los mismos sistemas planetarios, todas las entidades oficiales, de recreo y particulares, reco­rrieron las mismas órbitas, con insignificantes desviaciones.
Entonces entendió el firmante que había llegado el momento de exponer a la faz de

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